Читаем Mashenka полностью

Tampoco recordaba cuándo la volvió a ver, si fue el día o la semana siguiente. Al atardecer, antes de la hora del té, Ganin se sentó en el cuero con muelles debajo, se inclinó sobre el manillar, y pedaleó rectamente hacia el resplandor de occidente. Siempre recorría el mismo trayecto circular, pasando entre dos villorrios separados por un bosque de pinos, avanzando luego por la carretera, entre los campos, y regresando a casa a través del gran pueblo de Voskresensk, junto al río Oredezh, cantado por Ryleev cien años antes. Conocía el camino de memoria, ahora estrecho y llano, con su borde de cemento a lo largo de un peligroso margen, ahora con piso de adoquines que hacían temblar la rueda delantera, en otros lugares con traidores hoyos, y por último liso, rosado y firme. Conocía el camino por la vista y por el tacto, tal como se conoce un cuerpo vivo, y rodaba por él con gran competencia, accionando los pedales, y avanzando hacia un rumoroso vacío.

El sol del atardecer rayaba con rojo fuego los rugosos troncos de un grupo de pinos; de los jardines de una dacha llegaba hasta sus oídos el sonido del entrechocar de bolas de cricket; las moscas de agua se le metían en la boca y en los ojos.

En la carretera, de vez en cuando se detenía ante una pequeña pirámide de piedras de pavimentación, junto a las que se levantaba un poste de telégrafos, con la madera estriada en gris, que emitía un dulce y desolado murmullo. Se apoyaba en la bicicleta y, a través de los campos, contemplaba uno de esos lindes de bosque que sólo se ven en Rusia, remoto, compacto, negro, sobre el que el dorado cielo de occidente quedaba únicamente roto por una solitaria y alargada nube color lila, de la que surgían hacia la tierra los rayos solares como un ardiente abanico. Y mientras contemplaba el cielo y escuchaba el casi ensoñado mugido de una vaca en un pueblo distante, intentaba comprender el significado de aquello, del cielo y de los campos, y del murmullo del poste de telégrafos. Tenía la impresión de que estaba a punto de comprenderlo, cuando súbitamente la cabeza comenzaba a darle vueltas, y la lúcida languidez del momento se le hacía intolerable.

No sabía dónde podía encontrarla o abordarla, en qué revuelta de la carretera, si en este matorral o en el otro. La muchacha vivía en Voskresensk, y salió a pasear aquella misma soleada y solitaria tarde en que lo hizo Ganin, y exactamente a la misma hora. Ganin la vio desde lejos, e inmediatamente sintió una mano helada en el corazón. La muchacha caminaba aprisa, iba con falda azul, y había metido las manos en los bolsillos de su chaqueta de sarga también azul, con blanca blusa debajo. Cuando Ganin, como una suave brisa, llegó a su lado, únicamente vio los pliegues de tela azul moviéndose a uno y otro lado, y el lazo de seda negra, como dos alas extendidas. Cuando la rebasó, no miró el rostro de la muchacha, sino que fingió prestar absorta atención a su pedaleo, pese a que, un minuto antes, al imaginar su encuentro, se había jurado que sonreiría y la saludaría. En aquellos tiempos, Ganin pensaba que la muchacha forzosamente tenía que ostentar un nombre insólito y sonoro, pero cuando se enteró, por el estudiante antes mencionado, de que se llamaba Mashenka, no se sorprendió en absoluto, como si lo hubiera sabido de antemano, y aquel nombre sencillo tomó para él un nuevo sonido, adquirió un entrañable significado.

– Mashenka, Mashenka -musitó Ganin.

Hizo una profunda inhalación, y, sin soltar el aire, escuchó el latir de su corazón. Eran las tres de la madrugada aproximadamente, ya no pasaban trenes y la casa parecía haber detenido sus constantes movimientos. En la silla, con los brazos hacia delante, como los de un hombre fulminado en el instante de rezar sus oraciones, se veía, colgando en la oscuridad, la vaga y blanca forma de la camisa usada aquel día.

– Mashenka -repitió Ganin.

Intentaba dotar a estas sílabas de la musicalidad que en otros tiempos habían encerrado -el viento, el murmullo de los postes de telégrafo, la felicidad-, juntamente con otro secreto sonido que daba a la palabra su verdadera vida. Ganin yacía boca arriba, y escuchaba el pasado. En aquel instante, desde la habitación contigua llegó a sus oídos un bajo, dulce, inoportuno sonido: ta-ta, ta-ta. Alfyorov esperaba el sábado.

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