Ganin empapó en agua una toalla, y oprimió el pesado burujo contra el desnudo pecho del viejo. Tenía la impresión de que, de un momento a otro, todos los huesos de aquel cuerpo grande y tenso podían quebrarse con un seco sonido.
Podtyagin inhaló aire y lo expelió con un silbido. No fue sólo un respiro, sino un tremendo placer que inmediatamente hizo revivir sus facciones. Con una sonrisa de ánimo en el rostro, Ganin siguió oprimiendo la húmeda toalla sobre el cuerpo de Podtyagin, y empezó a frotarle el pecho y los flancos.
– Me… mejor -murmuró el viejo.
– Descanse. Le pasará en seguida.
Podtyagin respiró y gimió, moviendo los grandes, desnudos, retorcidos, dedos de los pies. Ganin lo envolvió en una manta, le dio a beber agua y abrió la ventana de par en par.
Trabajosamente, Podtyagin dijo:
– No podía respirar… No podía salir del dormitorio… No quería morir solo.
– Descanse y no se preocupe, Antón Sergeyevich. Pronto será de día, y llamaremos al médico.
Lentamente, Podtyagin se enjugó con la mano el sudor de la frente, y comenzó a respirar con más regularidad.
– Ya ha pasado. Por el momento, ha pasado. No me quedan píldoras. Por esto he sufrido tanto.
– Compraremos más píldoras. ¿Por qué no se tiende en mi cama?
– No. Estaré sentado aquí, un rato, y volveré a mi dormitorio. Ya ha pasado. Y mañana por la mañana…
– Dejémoslo para el viernes. El visado no se esfumará.
Podtyagin se lamió los labios resecos con la lengua estropajosa:
– Hace mucho tiempo que me están esperando en París, Lyovushka. Y a mi sobrina ya no le queda dinero para mandármelo a fin de que pague los gastos de viaje. ¡Dios mío…!
Ganin se sentó en el alféizar de la ventana (en aquel instante, como en un relampagueo, se preguntó dónde se había sentado de parecida manera, no hacía mucho tiempo, y, en un relampagueo, recordó que había sido en el interior del pabellón con cristales policromos, con la blanca mesa plegable… y el orificio en el calcetín).
– Por favor, apague la luz, querido amigo. Me produce dolor en los ojos -dijo Podtyagin.
En la penumbra, todo parecía muy extraño: el ruido de los primeros trenes, el gigantesco y gris fantasma en la silla, el destello del agua derramada en el suelo… Y todo era mucho más misterioso y vago que la realidad sin muertes en que Ganin estaba viviendo.
9
Corrían las horas de la mañana, y Kolin preparaba té para Gornotsvetov. Aquel día, Gornotsvetov tenía que salir de la ciudad a primera hora, a fin de visitar a una bailarina que estaba formando un cuerpo de baile. Todos los habitantes de la casa dormían todavía, cuando Kolin fue a la cocina en busca de agua caliente, ataviado con un kimono notablemente sucio, y calzando botas, sin calcetines. Su rostro esférico, carente de rastros de inteligencia, extremadamente ruso, con nariz corta y ojos azules de lánguido mirar (se consideraba a sí mismo como aquel "mitad Pierrot mitad Gavroche" de Verlaine), estaba hinchado y con la piel brillante, el despeinado cabello rubio le caía sobre la frente, y los cordones de sus botas desabrochadas producían al golpear el suelo un sonido parecido al de la lluvia fina. Sacando los labios hacia afuera, como una mujer, cogió la tetera, y acto seguido comenzó a tararear muy bajo y con gran entusiasmo. Gornotsvetov estaba terminando de vestirse.
Se adornó con la corbata de lazo a lunares, y se puso histérico al ver que el grano que había decapitado mientras se afeitaba rezumaba sangre y pus a través de la espesa capa de polvos. Tenía facciones oscuras y muy regulares. Las largas pestañas rizadas daban a sus ojos castaños expresión franca e inocente. Tenía el cabello negro, levemente rizado, y lo llevaba corto. Se afeitaba el cogote, como un cochero ruso, y llevaba patillas que le llegaban hasta más abajo de las orejas, formando una curva hacia fuera. Lo mismo que su amigo, era bajo, muy delgado, con los músculos de las piernas extremadamente desarrollados, pero con el pecho y los hombros estrechos.
Hacía relativamente poco tiempo que eran amigos. Habían bailado en un cabaret ruso de algún lugar de los Balcanes, y llegaron a Berlín dos meses atrás, en busca del triunfo artístico. Un matiz especial, una extraña afectación, los diferenciaba de los restantes huéspedes, pero, honradamente, nadie podía acusar a aquella inocente pareja por el delito de ser felices, felices como dos blancas palomas.
Kolin, solo en el desordenado dormitorio, después de la partida de su amigo, abrió un estuche de manicura, y, tarareando suavemente, comenzó a "hacerse las manos". Pese a que no era hombre que destacara por su limpieza corporal, siempre llevaba las uñas en impecable estado.
El dormitorio apestaba a perfume y a sudor. En el agua de la jofaina flotaba un amasijo de pelos. En las paredes había fotografías de bailarines en diversas posturas de danza. Y en la mesa se veía un gran abanico abierto y un sucio cuello de camisa almidonado.