El asfalto de la calle tenía un matiz violáceo, y los rayos del sol jugueteaban con los radios de las ruedas de los automóviles. Cerca de la cervecería había un garaje por cuya puerta abierta a la interior oscuridad salía un tierno olor a carburo. Y este casual aroma ayudó a Ganin a recordar más vívidamente aquellos lluviosos días de fines de agosto y primeros de septiembre, en Rusia, así como el torrente de felicidad que los espectros de su vida berlinesa parecían empeñados en interrumpir sin cesar.
Salía de la iluminada casa de campo, se sumía en las negras y burbujeantes tinieblas, y encendía la suave llama del faro de la bicicleta. Y, ahora, al inhalar el olor a carburo, lo recordó todo al instante: las húmedas hierbas azotando su móvil pierna y metiéndose por entre los radios de la bicicleta; el disco de lechosa luz que absorbía y disolvía la oscuridad; los diferentes objetos que de ella surgían, ahora una ondulada charca, ahora un brillante guijarro, después las planchas del puente cubiertas de estiércol, y, por fin, la manecilla de la portezuela en la verja, que cruzaba, con el peral empapado de lluvia a un lado, venciéndose hacia su hombro.
Ahora, a través de los torrentes nocturnos, percibía la lenta rotación de las columnas, iluminadas por el mismo suave chorro de luz del faro de su bicicleta. Allí, en el porche con seis columnas de la cerrada mansión de un desconocido, Ganin era saludado por una fría fragancia, por una mezcla de perfume y de húmeda estameña, y aquel beso de la lluvia otoñal era tan largo y profundo que, después, grandes manchas luminosas nadaban ante sus ojos, y el rumoroso sonido de la lluvia contra las anchas ramas y las infinitas hojas parecía adquirir renovadas fuerzas. Con dedos mojados por la lluvia, abría la portezuela de vidrio del farol, y soplaba la llama, matándola. Procedente de la oscuridad, una húmeda y fuerte presión de aire envolvía a los enamorados. Mashenka, ahora sentada en la deslucida balaustrada, le acariciaba las sienes con la fría palma de su mano pequeña, y él podía percibir en la oscuridad la vaga línea del empapado lazo que la muchacha llevaba en el pelo, y el sonriente resplandor de sus ojos.
En la móvil oscuridad, el fuerte y amplio chaparrón caía por entre los tilos ante el porche, haciendo gemir sus troncos, reforzados con anillas de hierro para protegerlos en su ancianidad. Y, entre los sonidos de la noche otoñal, Ganin desabrochaba la blusa da Mashenka, y besaba su ardiente clavícula, mientras Mashenka guardaba silencio, y sólo sus ojos destellaban débilmente, y la piel de su pecho desnudo iba enfriándose lentamente con el contacto de sus labios y del húmedo aire nocturno. Hablaban poco. Estaba demasiado oscuro todo para hablar. Cuando, por fin, Ganin encendía una cerilla para mirar la hora, Mashenka parpadeaba, y apartaba de su mejilla un húmedo mechón de pelo. Ganin rodeaba con un brazo el cuerpo de Mashenka, mientras empujaba la bicicleta por el sillín, y así, lentamente, se alejaban en la noche, que ahora era sólo llovizna. Primero descendían por el sendero hasta el puente, y allí se despedían con melancolía, largamente, como si se separaran para mucho tiempo.