Después de admirar el coralino barniz de sus uñas, Kolin se lavó cuidadosamente las manos, se roció el rostro y el cuello con un agua de colonia mareantemente dulzona, y se quitó la bata. Desnudo, dio unos pasitos de puntillas e hizo un pequeño
Al regresar a casa, se encontró en el portal con Ganin, que venía de comprar medicamentos para Podtyagin. El viejo poeta se encontraba mucho mejor. Había escrito un poco y dado algún paseo por su dormitorio, pero Klara, de acuerdo con Ganin, había decidido que no era aconsejable que Podtyagin saliera de casa aquel día.
Kolin se acercó sigilosamente a Ganin, y le cogió el brazo, por encima del hombro. Ganin dio media vuelta.
– ¡Ah, es usted, Kolin! ¿Qué tal le ha ido el paseo?
Mientras subía las escaleras al lado de Ganin, Kolin dijo:
– Alec ha salido. Estoy terriblemente preocupado. No sabe cuánto deseo que consiga este contrato.
Ganin, que jamás sabía qué decir cuando conversaba con Kolin, afirmó:
– Claro, es natural.
Kolin rio:
– Alfyorov volvió a quedar encerrado en el ascensor. Ahora, el trasto ha dejado de funcionar.
Pasó la empuñadura del bastoncillo por los hierros que sostenían la barandilla, y, dirigiendo una tímida sonrisa a Ganin, dijo:
– ¿Podría quedarme un ratito en su dormitorio? Hoy es un día terriblemente aburrido para mí.
Mentalmente, Ganin replicó, mientras abría la puerta de la pensión: "No creas que, por el simple hecho de que te aburras, voy a permitir que coquetees conmigo." Pero en voz alta, repuso:
– Lo lamento infinito, pero ahora estoy ocupado. En cualquier otra ocasión, tendré mucho gusto.
– ¡Qué pena! -dijo Kolin, entrando en el piso detrás de Ganin y cerrando la puerta.
Pero la puerta no se cerró, debido a que alguien la había cogido con una gran mano morena, mientras un vozarrón de bajo decía con acento berlinés:
– Un momento, caballeros.
Ganin y Kolin volvieron la cabeza. Un cartero fornido, de grandes bigotes, cruzó el umbral:
– ¿Vive aquí Herr Alfyorov?
– Primera puerta a la izquierda -dijo Ganin.
– Muchas gracias -dijo casi cantando el cartero, que, poco después, llamaba a la puerta indicada.
Era un telegrama.
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -preguntó febrilmente Alfyorov, cogiendo el telegrama con torpes dedos engarabitados.
Tan excitado estaba que, al principio, ni siquiera pudo descifrar el mensaje escrito en débiles letras formando una línea irregular: LLEGO SÁBADO 8 MAÑANA. De repente, Alfyorov comprendió, lanzó un suspiro y se persignó.
– ¡Gracias, Dios mío! ¡Viene!
Sonrió anchamente y, con las manos en sus huesudos muslos, se sentó en el borde de la cama, donde comenzó a balancearse hacia delante y hacia atrás. Sus ojos aguados parpadeaban muy aprisa, y un inclinado cilindro de luz solar doraba su barba color estiércol.
–
Poco después, Alfyorov salía al pasillo y llamaba a la puerta del dormitorio contiguo.
Ganin pensó: "¿Es que no pueden dejarme en paz, hoy?"
Yendo al grano, Alfyorov comenzó, mientras miraba descaradamente a su alrededor:
– Gleb Lvovich, ¿cuándo se va usted?
Ganin le miró irritado:
– Mi nombre de pila es Lev. Procure usted acordarse.
Preocupado únicamente por sus asuntos, Alfyorov preguntó:
– Pero supongo que se va el sábado, ¿verdad? Tendremos que cambiar la posición de la cama. Y también la del armario, para que no ciegue la puerta que comunica una habitación con la otra.
– Efectivamente, me voy -replicó Ganin.
Y, una vez más, igual que durante el almuerzo, el día anterior, se sintió profundamente incómodo. Excitado, Alfyorov dijo:
– ¡Excelente, excelente…! Lamento haberle incomodado, Gleb Lvovich.
Y, lanzando una última ojeada al dormitorio, se dirigió a ruidosas zancadas hacia la puerta.
Cuando estuvo fuera, Ganin musitó:
– Imbécil… ¡Que se vaya al cuerno! ¿Qué deliciosos recuerdos me ocupaban ahora? ¡Ah, sí! La noche, la lluvia, las blancas columnas…
La untuosa voz de Alfyorov gritaba en el corredor:
– ¡Lydia Nikolaevna! ¡Lydia Nikolaevna!
Irritado, Ganin pensó: "¡No hay modo de librarse de él! Hoy no voy a almorzar aquí. ¡Basta ya!"