Читаем Mashenka полностью

Y aquella negra noche tormentosa, la víspera de su regreso a Petersburgo para iniciar el curso, en que se encontraron por última vez en el porche con columnas, ocurrió algo terrible e imprevisto, premonición quizá de todas las desdichas venideras. Aquella noche la lluvia era especialmente ruidosa, y el encuentro de los enamorados especialmente tierno. De repente, Mashenka lanzó un grito y bajó de la balaustrada. A la luz de la cerilla, Ganin vio que el postigo de una de las ventanas que daban al porche estaba abierto, y que un rostro humano, con la blanca nariz aplastada, se encontraba pegado al vidrio negruzco. El rostro se movió, desapareciendo de su vista, pero los dos habían tenido tiempo para percibir el rojizo cabello y la boca badulaque del hijo del guarda, muchacho obsceno y malhablado, de unos veinte años de edad, que siempre se cruzaba con ellos en los senderos del parque. En un furioso salto, Ganin se abalanzó hacia la ventana, hizo añicos el vidrio con la espalda y saltó a la helada oscuridad. Llevado por la inercia golpeó con la cabeza un pecho poderoso, que el golpe dejó sin aliento. En el instante siguiente, los dos, cogidos, rodaban por el piso de madera, despertando ecos, chocando con muertos muebles protegidos con fundas. Después de liberar la mano derecha, Ganin comenzó a golpear con su puño, duro como una roca, el húmedo rostro que, bruscamente, vio debajo de él. Ganin no se levantó hasta que el poderoso cuerpo, que él había clavado al suelo, quedó bruscamente relajado y comenzó a gemir. Jadeante, tropezando con suaves ángulos en la oscuridad, llegó a la ventana, y, por ella, saltó al porche, donde encontró a Mashenka aterrorizada y sollozando. Entonces, Ganin notó que algo cálido y con gusto a hierro escapaba de su boca, y que se había producido cortes en las manos con las astillas del cristal. A la mañana siguiente partía para San Petersburgo, y cuando se dirigía a la estación, en el coche cerrado que rodaba suavemente con un sordo sonido, a través de la ventanilla vio a Mashenka, paseando a lo largo del camino en compañía de sus amigas. La carrocería, forrada de cuero negro, la ocultó inmediatamente a su vista, y como sea que Ganin no iba solo, no osó mirar hacia atrás a través de la ovalada apertura trasera.

Aquel día del mes de septiembre, el destino le dio por anticipado, la sensación de su futuro alejamiento de Mashenka, de su alejamiento de Rusia.

Fue como una tortura previa, como un misterioso anuncio. Había una peculiar tristeza en los fresnos, en el rojo color de llama de su fruto, alejándose uno tras otro, perdiéndose en el gris horizonte, y le parecía increíble que en la próxima primavera pudiera ver de nuevo aquellos campos, ese solitario promontorio, estos meditativos postes de telégrafo.

En la casa de San Petersburgo, todo le pareció recién limpiado, brillante y positivo, como todo suele parecer siempre cuando se regresa de vacaciones en el campo. Volvieron a comenzar las clases. Cursaba el penúltimo curso. No sintió la menor atracción hacia los estudios. Cayeron las primeras nieves, y las barandillas de hierro, las grupas de los indiferentes caballos, los montones de leña de las barcazas quedaron cubiertos por una delgada capa blanca, aterciopelada.

Hasta el mes de noviembre Mashenka no regresó a San Petersburgo. Se encontraron bajo el mismo arco en que Liza muere, en La dama de picas de Tchaikovsky. Grandes y suaves copos de nieve caían verticalmente por el aire gris, como vidrio opaco. En aquel primer encuentro en San Petersburgo, Mashenka le causó la impresión de haber experimentado un sutil cambio, debido, quizás, a que llevaba sombrero y abrigo de pieles. Aquel día comenzó la nueva y nevada época de su amor. Les era difícil concertar sus encuentros. Los largos paseos sobre el hielo resultaban atroces, y encontrar un lugar cálido en el que estuvieran solos, en los museos y en los cines, era más atroz todavía. Lógicamente, en sus frecuentes y lacerantemente tiernas cartas, cartas que se escribían los días en que no podían verse (Ganin vivía en el Muelle Inglés, y Mashenka en la calle Caravana), los dos recordaban los senderos del parque y el aroma de las hojas caídas como algo inimaginablemente amado, e ido para siempre. Quizá tan sólo lo hacían para avivar su amor con agridulces recuerdos, pero quizá se daban cuenta de que, verdaderamente, el más dulce período de su felicidad había ya terminado. Por la tarde, se llamaban por teléfono, para averiguar si la carta había llegado, o para concertar una cita. Mashenka le recitaba fragmentos de poemillas, reía cálidamente, y se colocaba el teléfono en el pecho, en cuyo instante Ganin imaginaba que oía el latir de su corazón.

Y así hablaban durante horas.

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