Читаем Mashenka полностью

Oscurecía ya cuando llegó al pueblecito en que Mashenka pasaba el verano. Le esperaba en la puerta de entrada al parque público, tal como habían quedado, pero la muchacha ya había perdido toda esperanza de que él llegara, debido a que le estaba esperando desde las seis. Al verle, se emocionó tanto que tropezó, y poco le faltó para caer al suelo. Iba con un diáfano vestido blanco que Ganin no le había visto aún. No llevaba el lazo negro, por lo que su adorable cabecita parecía todavía más pequeña. Lucía flores azules en el pelo recogido.

Aquella noche, en la extraña y furtivamente creciente oscuridad, bajo los tilos de aquel espacioso parque público, sobre una piedra plana profundamente hundida en el césped, Ganin, en el curso de unas breves efusiones, llegó a amarla más intensamente que en cualquier otro instante, y dejó de amarla, así se lo pareció en aquel momento, para siempre jamás.

Al principio, hablaron en un apasionado murmullo, hablaron del largo período pasado sin verse, de que un gusano de luz que brillaba en la hierba parecía un semáforo. Y los amados ojos tártaros resplandecían muy cerca de su rostro, y el blanco vestido parecía relumbrar en la oscuridad. Y aquella fragancia, Dios mío, aquella fragancia de Mashenka, inaprensible, única en el mundo…

– Soy tuya, haz lo que quieras conmigo -dijo Mashenka.

En silencio, palpitante el corazón, Ganin se inclinó hacia ella y recorrió con las manos sus suaves y frías piernas. Pero el parque público estaba plagado de extraños sonidos de roce, parecía que en todo momento alguien se estuviera acercando tras los arbustos, el frío y la dureza de la piedra le producían dolor en las rodillas, y Mashenka yacía allí excesivamente sumisa, excesivamente quieta.

Ganin se detuvo. Luego, emitió una risotada breve y torpe.

– Tengo la impresión de que aquí, cerca, hay alguien.

Y se puso en pie. Mashenka suspiró, se arregló el vestido -una mancha blancuzca- y también se levantó.

Mientras caminaban hacia la puerta de entrada al parque, por un sendero moteado por la luz de la luna, Mashenka se inclinó y cogió una de las luciérnagas verde-pálidas que antes habían contemplado. La sostuvo en la palma de la mano, acercó la cabeza a ella, la examinó detenidamente, se echó a reír, y dijo en una rara parodia del habla de una muchacha de pueblo:

– ¡Válgame Dios, si sólo es un gusanito frío!

Entonces fue cuando Ganin, cansado, enojado consigo mismo, muerto de frío en su delgada camisa, decidió que todo había terminado, que había dejado de estar enamorado de Mashenka. Pocos minutos después, mientras pedaleaba a la luz de la luna, camino de casa, por la pálida superficie de la carretera, supo que jamás volvería a visitar a Mashenka.

Pasó el verano, durante el cual Mashenka no le escribió ni le telefoneó, y Ganin estuvo ocupado en otros asuntos y otras emociones.

De nuevo volvió Ganin a San Petersburgo para pasar el invierno, aprobó los exámenes finales -que se celebraron mucho antes de lo normal, en diciembre-, e ingresó en la Escuela Militar Mikhailov como cadete. El verano siguiente, en el año de la revolución, volvió a ver a Mashenka.

Faltaba poco para el anochecer, y Ganin se encontraba en el andén de la estación de Varsovia. El tren que se llevaría a los veraneantes que pensaban pasar las vacaciones en sus dachas acababa de entrar en vías. Mientras esperaba que sonara la campana dándole salida, Ganin comenzó a pasear arriba y abajo por el sucio andén. En el momento en que contemplaba una carretilla averiada, comenzó a pensar en algo muy diferente, o sea en el tiroteo ocurrido el día anterior en la Perspectiva Nevski. Al mismo tiempo, le molestaba recordar que no había podido entrar en contacto por teléfono con su familia, en la finca, lo que suponía tener que ir allí, desde la estación del pueblo, en coche de alquiler.

Cuando sonó el tercer aviso, se dirigió hacia el único vagón azul, y comenzó a subir los peldaños, camino de la plataforma, y allí, mirándole desde lo alto, se encontraba Mashenka. En el curso del último año había cambiado. Quizás estaba un poco más delgada, y vestía un extraño abrigo azul con cinturón. Ganin la saludó torpemente, oyó un sonido de entrechocar de parachoques y el tren se puso en marcha. Se quedaron de pie en la plataforma. Mashenka seguramente le había visto antes, y, adrede, había subido a un vagón azul, pese a que siempre viajaba en vagón amarillo, por lo que ahora, con billete de segunda, no se atrevía a entrar en el vagón de primera. Llevaba en la mano una barra de chocolate Bighen y Robinson, de la que rompió una porción que ofreció a Ganin.

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