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Las negras y cristalinas pupilas de Ganin se dilataron, sus espesas pestañas dieron a sus ojos una cálida y sumisa expresión, y una serena sonrisa meditativa alzó levemente su labio superior, dejando al descubierto los dientes brillantes y regulares. Sus negras cejas, que parecían a Klara tiras de caras pieles, se juntaron y se separaron, y suaves surcos se formaron y desaparecieron en su lisa frente.

Al advertir el modo en que Klara le miraba, Ganin parpadeó, se pasó la mano por la cara y recordó lo que había querido decir a Klara:

– Sí, Klara, me voy, y esto es el fin de todo. Dile que Ganin se va, y que le gustaría que Liudmila conservara un buen recuerdo de él. Esto es todo.

11

El viernes por la mañana, los bailarines repartieron la siguiente nota a los cuatro restantes pupilos:

"Teniendo en consideración:

1.° Que el señor Ganin nos deja.

2.° Que el señor Podtyagin se dispone a dejarnos.

3.° Que la esposa del señor Alfyorov llega mañana.

4.° Que la señorita Klara celebra su veintiséis aniversario, y

5.° Que los abajo firmantes han conseguido un contrato para actuar en esta ciudad, esta noche, a las diez, se celebrará una pequeña fiesta en la habitación 6 de abril."

Al salir de la pensión para dirigirse a las oficinas de la policía, en compañía de Ganin, el viejo Podtyagin dijo con una sonrisa:

– Son muy amables esos muchachos. ¿Ya dónde piensa ir, cuando deje Berlín, Lyovushka? ¿Muy lejos? Sí, usted es ave de paso. Cuando yo era joven no pensaba más que en viajar, tragarme el ancho mundo. En fin, es lo que, por desdicha, está ocurriendo…

Al recibir el soplo del fresco aire primaveral, Podtyagin se encorvó para protegerse de él, y se subió el cuello de su bien conservado abrigo gris oscuro, con sus grandes botones de hueso. Todavía sentía las piernas débiles, secuela del ataque cardíaco, pero hoy experimentaba un confortante alivio al pensar que al fin terminaría las engorrosas gestiones precisas para obtener el pasaporte, y que le darían permiso para partir camino de París, mañana, si quería.

El vasto y rojizo edificio de la jefatura central de policía tenía fachadas a cuatro calles. Era de severo, pero extremadamente feo, estilo gótico, con oscuras ventanas, y un patio muy intrigante, de entrada prohibida al público. En la entrada principal, un impasible policía montaba guardia. En el muro había una flecha pintada que indicaba el estudio de un fotógrafo, en la casa frontera, en el que uno podía obtener, en veinte minutos, una miserable semblanza del propio rostro, en media docena de idénticas fisonomías, una de las cuales se pegaba al amarillo papel del pasaporte, otra quedaba en los archivos de la policía, y las restantes seguramente iban a parar a las colecciones privadas de los funcionarios.

Podtyagin y Ganin penetraron en el ancho corredor grisáceo. Junto a la puerta del departamento de pasaportes había una mesilla en la que un viejo funcionario con patillas repartía papelitos numerados, lanzando de vez en cuando una mirada de maestro de escuela a la políglota multitud ante él.

– Hay que hacer cola para que nos den el número -dijo Ganin.

El viejo poeta musitó:

– Sí, ahora lo veo. Y pensar que nunca lo había hecho… Siempre entraba directamente.

Cuando, minutos después, recibió el papelito numerado, quedó maravillado, y la semejanza de su cabeza con la de un cobayo aumentó notablemente.

En la estancia de aire denso, iluminada por el sol y pelada, en que los funcionarios, tras un bajo mostrador, despachaban al público, había otra multitud que parecía haber acudido con el solo propósito de contemplar a aquellos lúgubres escribanos.

Ganin se abrió paso a empujones, fielmente seguido por Podtyagin.

Media hora más tarde, después de haber entregado el pasaporte de Podtyagin, pasaron a otro funcionario, volvieron a hacer cola, la gente se apretujaba, a alguien le olía mal el aliento, y al fin, a cambio de unos pocos marcos, les devolvieron la amarilla hoja, ahora adornada con el mágico sello.

Al salir del edificio de temible aspecto, aunque en realidad solamente sórdido, Podtyagin gruñó:

– Y ahora al consulado. Parece que ya tenemos el asunto arreglado. ¿Cómo se lo hace para hablar tan serenamente a esa gente, Lev Glebovich? ¡Para mí era terriblemente angustioso, cuando iba solo! Vamos, subamos al imperial del autobús. ¡Qué alegría…! Realmente, estoy sudando de satisfacción.

Podtyagin comenzó a subir, ante Ganin, la retorcida escalerilla. El cobrador, arriba, atizó un par de palmadas a la plancha de hojalata, y el autobús reanudó la marcha. A uno y otro lado desfilaban las casas, los anuncios, las ventanas y escaparates iluminados por el sol. Mientras examinaba reverentemente el pasaporte, Podtyagin dijo:

– Nuestros nietos no comprenderán esas tonterías del visado, nunca comprenderán que un simple sello de goma pudiera provocar tantas angustias.

Atribulado, añadió:

– ¿Cree usted que los franceses realmente me darán el visado, ahora?

– Naturalmente, a fin de cuentas le dijeron que ya estaba concedido.

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