– Me parece que partiré mañana -dijo Podtyagin sonriente-. ¡Vayámonos juntos, Lyovushka! En París se vive bien. Mire, mire qué jeta tengo aquí.
Ganin miró el pasaporte con la foto en un ángulo. Era una notable fotografía: el rostro deslumbrado e hinchado nadaba en un grisáceo barro. Con una sonrisa, Ganin dijo:
– Yo tengo nada menos que dos pasaportes. Uno de ellos es ruso, auténtico pero muy viejo, y el otro es polaco, falsificado. Este último es el que siempre utilizo.
Para pagar, Podtyagin dejó el amarillo documento en el asiento, a su lado, seleccionó 40
– ¿
Luego, miró de soslayo a Ganin.
– ¿Qué ha dicho, Lev Glebovich? ¿Falsificado?
– Efectivamente. Mi nombre de pila es Lev, pero mi apellido no es Ganin.
– ¿Qué quiere decir con esto, querido amigo?
Podtyagin, pasmado, había desorbitado los ojos, pero en el instante siguiente tuvo que llevarse las manos al sombrero porque sopló una fuerte ráfaga de viento. Ganin explicó:
– Bueno, pues pasó lo siguiente. Hace unos tres años, yo formaba parte de un destacamento de guerrillas, en Polonia… En fin, ya sabe. Y tenía la idea de volver a San Petersburgo, y allí iniciar un levantamiento. Ahora me es muy útil tener este pasaporte, e incluso me parece divertido.
Bruscamente, Podtyagin apartó la vista y dijo con tristes acentos:
– Anoche soñé en San Petersburgo, Lyovushka. Paseaba por la Perspectiva Nevski. Sabía que era la Perspectiva Nevski, a pesar de que no lo parecía en absoluto. Las casas tenían ángulos agudos, como en un cuadro futurista, y el cielo estaba negro, pese a que me constaba que era de día. Los viandantes me dirigían extrañas miradas. Entonces, un hombre cruzó la calle y me disparó, apuntándome a la cabeza. Este hombre me persigue desde hace tiempo. Es terrible, sí, terrible, que siempre que soñamos en Rusia soñemos que es algo horroroso, y no una tierra muy bella, tal como sabemos que en realidad es. Son sueños en los que el cielo se desploma sobre la tierra, y en los que uno tiene la sensación de que ha llegado el fin del mundo.
– Pues yo sólo sueño en cosas hermosas, en los mismos bosques, en las mismas casas de campo… A veces, todo está un poco desolado, con ausencias extrañas, pero esto poco importa. Tenemos que apearnos aquí, Antón Sergeyevich.
Ganin bajó por la escalera en espiral, y ayudó a Podtyagin a saltar a la calle. Con los cinco dedos extendidos, Podtyagin indicó el canal, y, jadeante, observó:
– Fíjese cómo brilla el agua.
– Cuidado, cuidado con esa bicicleta. El consulado está ahí, a la derecha.
– Por favor, Lev Glebovich, acepte mi más sincero agradecimiento. Solo, jamás hubiera podido solucionar tantos problemas de papeleo. Me siento muy aliviado, mucho. Adiós, adiós, Deutschland.
Entraron en el edificio del consulado. Mientras subían las escaleras, Podtyagin comenzó a buscar en sus bolsillos. Ganin, que iba delante, se volvió y dijo:
– Vamos, no nos detengamos…
Pero el viejo siguió buscando.
12
Sólo cuatro huéspedes se sentaron a la mesa, para almorzar. Alegremente, Alfyorov dijo:
– ¿Dónde están nuestros dos amigos? Imagino que tampoco habrán tenido suerte hoy.
Alfyorov rebosaba placer anticipal. La víspera había acudido a la estación y se había enterado de la hora exacta en que estaba prevista la llegada del rápido del norte: las ocho y cinco. Hoy había cepillado y limpiado su traje, y había comprado un par de puños de camisa y un ramillete de lilas. Sus asuntos económicos parecían ir por buen camino. Antes del almuerzo había sostenido una entrevista, en un café, con un severo caballero de cara totalmente rasurada, que le había ofrecido un empleo indudablemente remunerativo. La mente de Alfyorov, muy habituada al manejo de cifras, estaba ahora preocupada por un número formado por una unidad y una fracción decimal: ocho coma cero cinco. Este era el porcentaje de felicidad que, por el momento, el destino le había concedido. Y mañana… Alfyorov alzó los ojos, suspiró e imaginó con cuánta anticipación acudiría a la estación, imaginó también su espera en el andén, la llegada del tren…
Después del almuerzo, Alfyorov desapareció, igual que los bailarines, quienes salieron a comprar, disimuladamente y excitados como dos mujercitas, la comida y las bebidas para la celebración de la fiesta anunciada.
Solamente Klara se quedó en la pensión. Tenía jaqueca, y le dolían los delgados huesos de sus gruesas piernas, lo que no dejaba de ser inoportuno, teniendo en cuenta que hoy era su cumpleaños. Klara pensó: "Hoy cumplí veintiséis años, y mañana Ganin se va. Es un mal hombre, engaña a las mujeres y es capaz de cometer delitos. Se atreve a mirarme a los ojos, con toda tranquilidad, pese a que le consta que le vi mientras estaba robando dinero. Sin embargo, es un hombre maravilloso, y me paso literalmente todo el día pensando en él. Sí, a pesar de que no puedo forjarme la menor esperanza."