Un soleado atardecer, después de una tormenta, en que se encontraron allí, advirtieron una obscena frase inscrita en la mesa del jardín. Algún palurdo del pueblo había unido sus respectivos nombres con un breve y obsceno verbo que, además, había escrito incorrectamente. La inscripción había sido efectuada con lápiz indeleble, pero la lluvia la había puesto algo borrosa. Sobre la mesa también había ramitas, hojas y aquellos gusanitos de yeso que forman los excrementos de ciertos pájaros.
Y como sea que la mesa era de ellos, por tener carácter sagrado, carácter santificado por sus encuentros, comenzaron los dos, sin pronunciar palabra, con calma, a borrar la frase obscena con puñados de hierbas. Cuando la superficie había adquirido por entero un ridículo color lila, y Mashenka tenía los dedos como si se hubiera dedicado a coger moras, Ganin se alejó y mirando con mucha fijeza, contraídas las pupilas, una cosa verde amarillenta, cálida, suavemente móvil, que en situaciones normales no era más que follaje de tilo, anunció a Mashenka que estaba enamorado de ella desde hacía mucho tiempo.
En aquellos primeros días de amor, se besaron tanto que a Mashenka se le hincharon los labios, y en su cuello, tan cálido bajo el lazo atado al pelo, ostentaba tiernas marcas de vampiro. Mashenka era una muchacha pasmosamente alegre, que reía de pura alegría, y jamás en burla. Le gustaban los juegos de palabras, las frases de doble sentido, los chistes y los versos. Las canciones se le quedaban grabadas en la cabeza durante uno o dos días, y luego las olvidaba, tan pronto eran sustituidas por otras. Por ejemplo, durante sus primeros encuentros, Mashenka no dejó de repetir con mucho sentimiento, con su voz grave:
Y, a continuación, decía con su voz de timbre bajo: "¡Qué canción tan bonita…!" Eran los días en que las últimas frambuesas silvestres, empapadas de lluvia, dulces, maduraban en los hoyos. A Mashenka le gustaban mucho estas frambuesas, aunque, en realidad, siempre estaba chupando algo, una brizna, una hoja, el rabo de una fruta. Llevaba caramelos Landrin en los bolsillos, sueltos, pegados entre sí, cubiertos de polvillo y borra. Utilizaba un perfume barato, dulzón, que se llamaba "Tagore". Ahora, Ganin intentó recordar el aroma de aquel perfume, mezclado con los frescos olores otoñales del parque, pero, como todos sabemos, la memoria puede resucitarlo todo salvo los perfumes, pese a que nada hay que resucite con tanta fuerza el pasado como el olor a él asociado.
Durante unos instantes, Ganin dejó de recordar, y se preguntó cómo había sido capaz de vivir tantos años sin Mashenka. Entonces, volvía Mashenka a aparecer en su memoria. Corría a lo largo de un oscuro y rumoroso sendero, y su negro lazo parecía una gigantesca mariposa. De repente, Mashenka se detuvo, se apoyó en su hombro, levantó un pie del suelo y comenzó a frotar el zapato, sucio de arena, contra la media de la otra pierna, hasta la altura del borde de su falda azul.
Ganin, vestido, tumbado en la cama, sobre la colcha, se durmió. Sus recuerdos se transformaron en un sueño. Fue un sueño raro y muy dulce, que Ganin hubiese recordado, si al amanecer no le hubiera despertado un extraño sonido parecido a un trueno. Se sentó en la cama y escuchó. El trueno resultó ser un incomprensible sonido de gemidos y roces en la puerta. Alguien la estaba rascando. A la débil luz del alba, vio el destello de la manecilla de la puerta, que descendía y volvía a ascender, pero, pese a que la llave no estaba echada, la puerta seguía cerrada. En placentera anticipación de la aventura que se aproximaba, Ganin abandonó la cama sin producir ruido, cerró el puño izquierdo por si acaso y con la mano derecha abrió bruscamente la puerta.
En lento movimiento, como un gran muñeco de trapo, el cuerpo de un hombre cayó sobre su hombro. Fue tan inesperado, que poco faltó para que Ganin golpeara al hombre, pero no lo hizo porque inmediatamente comprendió que aquel individuo no podía tenerse en pie. Le empujó hacia la pared y buscó el interruptor de la luz.
Ante él, la cabeza apoyada en la pared, la boca abierta en busca de aire, estaba el viejo Podtyagin, descalzo, con un largo camisón cuyo cuello abierto mostraba el vello grisáceo del pecho. Sus ojos, casi ciegos sin las gafas de pinza, estaban fijos, su rostro tenía el color de la arcilla seca, y la gran prominencia de su estómago se estremecía bajo el algodón de la camisa de dormir.
Inmediatamente, Ganin comprendió que el viejo había padecido otro ataque cardíaco. Ganin lo sostuvo en pie. Y Podtyagin, moviendo con dificultad sus piernas de color de yeso, anduvo tambaleándose hasta una silla, en la que se derrumbó, echando la cabeza atrás. Ahora su rostro grisáceo estaba cubierto de sudor.