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Klara pensó que mañana, como de costumbre, tendría que acudir al trabajo y aporrear las teclas hasta las seis de la tarde, con la vista fija en la línea de letras color malva que iba apareciendo en la página, con el seco sonido en staccato, o, en el caso de que no hubiera trabajo, apoyaría en la Remington un libro prestado y vergonzosamente sucio, y leería. Se preparó una taza de té, cenó distraída, y se desnudó lánguida y lentamente. Desde la cama, oía voces en el dormitorio de Podtyagin. Oyó el sonido que alguien produjo al entrar y salir, luego la voz de Ganin diciendo algo casi a gritos, y la baja voz de Podtyagin, con tristes acentos. Recordó que el viejo poeta había ido esta tarde a efectuar una gestión más para poner en regla su pasaporte, que estaba enfermo del corazón y que la vida transcurría muy aprisa. El próximo viernes, Klara cumpliría veintiséis años. Las voces siguieron sonando y sonando, y Klara tenía la impresión de encontrarse en una móvil casa de cristal que flotaba y se balanceaba. El ruido de los trenes, especialmente fuerte en las habitaciones del otro lado del corredor, también se oía en su dormitorio, y la cama causaba la impresión de ascender y balancearse. Durante unos instantes, vio en su imaginación la espalda de Ganin, inclinado sobre el escritorio, y recordó el momento en que volvió la cabeza, para mirar por encima del hombro, y mostró los dientes. Luego se durmió y tuvo un sueño muy tonto. Al parecer, estaba sentada en un tranvía, al lado de una vieja extraordinariamente parecida a su tía de Lodz, vieja que hablaba, muy aprisa, en alemán; entonces, poco a poco, se dio cuenta de que la vieja no era su tía sino la alegre mujer a quien Klara compraba las naranjas, en el mercado.

5

Aquella tarde, Antón Sergeyevich recibió una visita. Se trataba de un anciano caballero, con bigote del color de la arena, cortado al estilo inglés, de aspecto muy respetable, vestido de chaqué y con pantalones de corte. Podtyagin acababa de obsequiarle con un caldo Maggi, cuando entró Ganin. El humo de los cigarrillos había puesto el aire azulado.

– El señor Ganin, el señor Kunitsyn -dijo Antón Sergeyevich, pesada la respiración, soltando destellos los espejuelos de sus gafas de pinza, mientras amablemente empujaba a Ganin hacia un sillón-. Este señor es un compañero de colegio que, en aquellos tiempos, plagiaba mis versos.

– Efectivamente, así es -admitió Kunitsyn sonriendo, y añadió en voz profunda y redondeada-: ¿Qué hora es, Antón Sergeyevich?

– No es tarde, todavía tenemos tiempo para charlar un poco más.

Kunitsyn se puso en pie, y se alisó el chaleco, tirando de él hacia abajo:

– No, no puedo. Mi mujer me espera.

Antón Sergeyevich puso las manos con las palmas hacia el techo y miró de soslayo a su visitante:

– En este caso, no puedo retenerte más. Dale recuerdos de mi parte a tu mujer. No tengo el gusto de conocerla, pero te ruego le presentes mis respetos.

– Muchas gracias. Ha sido un placer. Adiós. Creo que he dejado el abrigo en el vestíbulo…

– Te acompañaré a la puerta -dijo Podtyagin-. Por favor, discúlpeme, Lev Glebovich. En seguida vuelvo.

Mientras estaba solo, Ganin se reclinó cómodamente en el viejo sillón verde y esbozó una reflexiva sonrisa. Había acudido al dormitorio del viejo poeta porque éste era seguramente el único individuo que podía comprender el alterado estado en que él se encontraba. Deseaba hablarle de muchas cosas, de puestas de sol en una carretera rusa y de bosques de abedules. Al fin y al cabo, aquel hombre era el mismo Podtyagin cuyos versos podían verse, impresos bajo un dibujo, en los viejos volúmenes en que se compilaban revistas como El mundo ilustrado y La revista gráfica.

Antón Sergeyevich regresó meneando tristemente la cabeza. Se sentó a la mesa y tamborileó con los dedos en ella:

– Me ha injuriado. Sí, me ha injuriado terriblemente.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ganin.

Antón Sergeyevich se quitó las gafas y limpió los cristales con la punta del mantel:

– Me desprecia, esto es lo que pasa. ¿Sabe lo que acaba de decirme, ahora, hace unos instantes? Me ha dirigido una de sus sonrisas frías, sarcásticas, y me ha dicho: "Has dedicado toda tu vida a garrapatear versos, y no he leído ni una palabra de ellos, para no perder el tiempo miserablemente, en vez de trabajar." Esto es lo que me ha dicho, Lev Glebovich. Y ahora le pregunto, querido amigo, ¿cree usted que decir una frase así es propio de un hombre inteligente?

– ¿A qué se dedica?

– Sabe Dios… A ganar dinero. Bueno, se trata de una persona que…

– Pero yo no veo razón alguna para que usted se sienta injuriado. El tiene una habilidad y usted otra. De todos modos estoy seguro de que también usted le desprecia.

Muy preocupado, Podtyagin dijo:

– Pero, querido Lev Glebovich, ¿no cree que tengo derecho a despreciarle? No es esto lo más horrible de la situación, sino que un hombre como él tenga la osadía de ofrecerme dinero.

Podtyagin abrió el puño y arrojó un arrugado billete sobre la mesa:

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