Estos detalles triviales -y no la nostalgia de la patria abandonada- fueron lo que quedó grabado en la memoria de Ganin, como si únicamente sus ojos permanecieran vivos, y su mente hubiera dejado de funcionar, por el momento.
En el segundo día de navegación, apareció Estambul, como una oscura forma en la atardecida de color anaranjado, y se disolvió lentamente, cuando la noche envolvió al buque. Al alba, Ganin subió al puente. La vaga y azul oscura línea de la playa de Scutari fue haciéndose gradualmente visible. Una sedosa franja de ondas se extendía a lo largo de la playa; una barca de remos y un fez negro pasaron silenciosamente. Ahora, Oriente se tornaba blanco, y se levantó una brisa que acarició el rostro de Ganin, produciéndole un salado estremecimiento. De la playa, a sus oídos llegó el toque de diana. Dos gaviotas, negras como cuervos, aleteaban sobre el buque, y, con un sonido como el de la lluvia, un banco de peces salió a la superficie del agua, formando una estructura de evanescentes anillos. Una chalana se acercó al buque; en el agua, bajo la embarcación, se extendió una sombra, cuyos tentáculos desaparecieron inmediatamente. Pero únicamente cuando bajó a tierra, y vio a un turco vestido de azul, dormido sobre un montón de naranjas, tuvo Ganin clara y penetrante conciencia de lo lejos que se encontraba de la cálida masa de su país, así como de Mashenka, a la que amaría siempre.
Todo lo anterior surgió en su memoria, en destellos inconexos, y volvió a replegarse sobre sí, formando un cálido núcleo, cuando Podtyagin, haciendo un gran esfuerzo, le preguntó: "¿Cuándo salió de Rusia?"
Ganin había contestado secamente:
– Hace cinco años.
Luego se sentó en un rincón de la estancia iluminada por la lánguida luz violácea que se derramaba sobre el mantel de la mesa, y que bañaba los sonrientes rostros de Kolin y Gornotsvetov, quienes bailaban muy enérgicamente, silenciosos, en el centro de la habitación. Ganin pensó: "¡Cuánta felicidad! Mañana, no, mañana no, hoy, porque ya es más de media noche… Mashenka no puede haber cambiado, sus ojos tártaros arderán igual, y sonreirá lo mismo que antes." Se la llevaría muy lejos, y trabajaría infatigablemente para ella. Mañana, toda su juventud, su Rusia, regresaba a él.
Con los brazos en jarras, echando la cabeza atrás y sacudiéndola, ora golpeando el suelo con los talones, ora agitando un pañuelo, Kolin evolucionaba alrededor de Gornotsvetov, que, en cuclillas, lanzaba ágil y locamente patadas al frente, más y más veloces, hasta que, por fin, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo sobre una pierna doblada. Totalmente borracho, Alfyorov permanecía sentado, balanceando el cuerpo con expresión de beatitud en el rostro. Klara miraba con ansiedad el grisáceo y sudoroso rostro de Podtyagin. El viejo poeta estaba sentado en incómoda postura lateral, en la cama.
– Antón Sergeyevich, piense en su salud -musitó Klara-. Debiera acostarse, es ya la una y media.
¡Qué sencillo sería! Mañana, no, hoy, volvería a verla, siempre y cuando Alfyorov estuviera lo suficientemente borracho. Sólo faltaban seis horas. En estos instantes, dormiría en su compartimento, los postes de telégrafo pasarían volando en la oscuridad, pinos y colinas desfilarían al paso del tren… ¡Cuánto ruido armaban los dos muchachos! ¿Es que nunca dejarían de bailar? Sí, sería pasmosamente sencillo, a veces el destino tenía golpes geniales…
– Bueno, de acuerdo -dijo tristemente Podtyagin.
Emitió un pesado suspiro, y comenzó a ponerse en pie.
Con alegría, Alfyorov musitó:
– ¿A dónde va mi gran amigo? Quédese un poco más, hombre…
– Tómese otra copa y cállese -dijo Ganin a Alfyorov, mientras rápidamente acudía al lado de Podtyagin-. Apóyese en mi brazo, Antón Sergeyevich.
El viejo miró vagamente a su alrededor, inició un ademán, como si quisiera apartar una mosca, y de repente, con un débil quejido, se tambaleó y cayó hacia delante.
Ganin y Klara consiguieron cogerle a tiempo, mientras los bailarines comenzaban a ir como enloquecidos de un sitio para otro. Sin apenas mover la lengua estropajosa, Alfyorov tartamudeó con brutalidad de borracho:
– Miren, miren: se está muriendo.
En voz calma, Ganin dijo:
– Deje de correr por ahí y haga algo útil, Gornotsvetov. Sosténgale la cabeza. Y usted, Kolin, agárrele por aquí. No, hombre, esto es mi brazo. Más arriba. ¡Deje de mirarme de esta manera! Más arriba, le he dicho. Klara, abra la puerta.
Entre los tres transportaron al viejo a su dormitorio. Tambaleándose, Alfyorov hizo un esfuerzo para seguirles, pero agitó el brazo lánguidamente, en ademán de despedida, y se sentó a la mesa. Con mano temblorosa, se sirvió más vodka, luego extrajo del bolsillo del chaleco un reloj de níquel y lo dejó en la mesa, ante sí.
– Tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.
Pasó el dedo por encima de las cifras romanas, lo detuvo, inclinó la cabeza a un lado, cerró un ojo, y, con el otro, observó fijamente la manecilla grande.