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En el pasillo, la perra comenzó a ladrar en voz aguda y tono excitado. Alfyorov formó un mueca:

– Asqueroso perrito. Lástima que no lo atropelle un coche.

Poco después, Alfyorov se sacaba un lápiz indeleble y con él trazaba una marca de color malva en el vidrio, sobre el número ocho. Siguiendo el compás del tic-tac, se dijo a sí mismo:

– Viene, viene, viene.

Recorrió la mesa con la vista, se echó a la boca un bombón de chocolate y lo escupió inmediatamente. Un grumo castaño se estrelló contra la pared.

Alfyorov guiñó el ojo al reloj, en su rostro apareció una pálida y estática sonrisa, y volvió a contar:

– Tres, cuatro, cinco, siete.

16

En la noche, la ciudad guardaba silencio. El encorvado viejo con la negra capa había ya iniciado sus merodeos. Golpeaba el suelo con su bastón, y con un gruñido se inclinaba al frente cuando la aguda punta del bastón descubría una colilla. De vez en cuando pasaba un automóvil. Con menos frecuencia, un nocturno coche de alquiler llegaba y se alejaba por la calle, balanceándose, acompañado del sonido de cascos contra el asfalto. Un borracho con sombrero hongo esperaba un tranvía en una esquina, pese a que los tranvías habían dejado de prestar servicio hacía dos horas por lo menos. Algunas prostitutas paseaban arriba y abajo, bostezando y dirigiéndose a sombríos transeúntes con el cuello del abrigo levantado. Una de estas muchachas abordó a Kolin y Gornotsvetov que avanzaban casi corriendo, pero se apartó de ellos tan pronto su profesional mirada vio las pálidas y afeminadas facciones.

Los bailarines iban en busca de un médico ruso amigo suyo, para que atendiera a Podtyagin. Al cabo de una hora y media, regresaban a la pensión en compañía de un hombre medio dormido, de facciones rígidas y rostro afeitado. Este médico estuvo en la pensión cosa de media hora, produciendo de vez en cuando un sonido de succión, como si tuviera un orificio en una muela, y luego se fue.

Ahora, en la habitación a oscuras había silencio. Allí imperaba aquel silencio pesado, especial y triste que siempre se forma cuando varias personas permanecen sentadas, sin hablar, alrededor del lecho de un enfermo. Ahora, la noche iba muriendo ya. El perfil de Ganin, orientado hacia la cama, parecía labrado en piedra de color azul pálido. A los pies de la cama, en un vago sillón, flotando en las olas del alba, Klara miraba fijamente en la misma dirección que Ganin. Más allá, Kolin y Gornotsvetov estaban sentados muy juntos en el pequeño diván, y sus rostros parecían dos pálidas burbujas.

El médico se había ido, bajando las escaleras tras la negra figura de Frau Dorn, cuyas llaves producían suaves sonidos metálicos, mientras ella se excusaba por hallarse el ascensor averiado. Al llegar abajo, Frau Dorn abrió la pesada puerta, el médico se quitó el sombrero, volvió a ponérselo y desapareció en la azulenca neblina.

La vieja cerró cuidadosamente la puerta, se envolvió mejor en el negro chal y subió las escaleras. Una fría luz amarilla iluminaba los peldaños. Sin que las llaves dejaran de tintinear agradablemente, Frau Dorn llegó al descansillo. Entonces, se apagó la luz de la escalera.

En el vestíbulo, Frau Dorn coincidió con Ganin, quien acababa de salir del dormitorio del enfermo, cerrando cuidadosamente la puerta tras sí. La vieja musitó:

– El médico ha dicho que volvería esta mañana. ¿Cómo está? ¿No ha mejorado?

Ganin se encogió de hombros:

– No lo sé, pero creo que no. El sonido de su respiración es terrible.

Lydia Nikolaevna lanzó un suspiro, y, tímidamente, entró en el dormitorio. En un movimiento idéntico, Klara y los dos bailarines volvieron hacia ella los ojos de pálido brillo, y devolvieron la vista a la cama. La brisa estremeció levemente la ventana entornada.

Ganin recorrió de puntillas el pasillo, y entró en el dormitorio en que se había celebrado la fiesta. Tal como había supuesto, Alfyorov aún se encontraba sentado a la mesa. Su rostro parecía hinchado, y en él había un gris resplandor, resultante de la combinación de la luz del alba con la de la bombilla teatralmente matizada. Alfyorov hacía movimientos afirmativos con la cabeza, y, de vez en cuando, eructaba. Encima del cristal del reloj, ante él, brillaba una gota de vodka, en la que se iba disolviendo la mancha malva del trazo de lápiz indeleble. Sólo faltaban cuatro horas.

Ganin se sentó al lado de aquella embriagada y adormilada criatura, y la contempló durante largo rato, juntas las espesas cejas, apoyada la cabeza en el puño, lo que daba tirantez a la piel del rostro y sesgo a los ojos.

De repente, Alfyorov resucitó, y volvió muy despacio la cabeza hacia Ganin, que dijo en voz lenta y clara:

– Creo que ha llegado el momento de que se acueste, querido Aleksey Ivanovich.

Con dificultad, Alfyorov repuso:

– No.

Y, después de pensar unos instantes, como si tuviera que resolver un difícil problema, repitió:

– No.

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