– ¿Cuándo? Kolin, por favor, un poco más de esa bebida tan pegajosa. No, no es para mí, es para Alfyorov. Sí. En su vaso.
15
Lydia Nikolaevna estaba ya en cama. Con cierto nerviosismo había rechazado la invitación de los bailarines, y ahora dormía el ligero sueño de las viejas, por el que cruzaban los sonidos de los trenes, acompañados de las vibraciones de grandes aparadores repletos de temblorosas vajillas. De vez en cuando, su sueño quedaba interrumpido, y entonces oía vagamente los ruidos de la habitación 6. Tuvo un sueño centrado en Ganin, y en este sueño Lydia Nikolaevna ignoraba quién era Ganin y de dónde había venido. En realidad, la personalidad de aquel hombre estaba rodeada de misterio. Y era natural, ya que a nadie había contado su vida, sus vagabundeos y sus aventuras en el curso de los últimos años. Incluso el propio Ganin recordaba como en un sueño su huida de Rusia, un sueño que era como una niebla marina, levemente destellante.
Quizá Mashenka le escribió más cartas, en aquel entonces -principios de 1919-, durante el período en que luchaba en la zona norte de Crimea, pero caso de que así hubiera sido, Ganin no las recibió. La resistencia de Perekop se debilitó, y la plaza cayó. Herido en la cabeza, Ganin fue evacuado a Simferopol. Una semana después, enfermo y desorientado, separado de su unidad, que se había retirado a Feodosia, Ganin fue arrastrado por la enloquecida y horrorosa marea de la evacuación civil. En los campos y laderas de los Altos de Inkerman, donde otrora los uniformes escarlata de los soldados de la reina Victoria habían destacado por entre el humo de los cañones de juguete, la adorable y salvaje primavera de Crimea estaba ya muy avanzada. Algo ondulada, la carretera, blanca como la leche, se perdía en el horizonte, la plegada cubierta del automóvil descapotable temblequeaba, mientras las ruedas saltaban sobre hoyos y jorobas, y la sensación de velocidad, la sensación de primavera, de espacio abierto y del pálido verdor de las colinas se mezcló súbitamente, de modo que le produjo una deliciosa alegría que le hizo olvidar que aquél era el camino que le llevaba fuera de Rusia.
Pletórico todavía de alegría llegó a Sebastopol, y allí dejó la maleta en el Hotel Kist, edificio de piedra blanca, donde reinaba una indescriptible confusión. Borracho de deslumbrante sol y con un sordo dolor en la cabeza, Ganin salió del hotel, pasó junto a las pálidas columnas dóricas del porche, bajó los anchos peldaños de granito, y se dirigió al puerto, donde contempló durante largo rato el azul esplendor del mar, sin que por un instante la idea del exilio turbara sus pensamientos. Luego, volvió a ascender a la plaza, donde se alzaba la estatua del almirante Nakhimov, con larga levita naval y un telescopio, y se adentró por una polvorienta calle blanca, hasta llegar al Cuarto Bastión, y luego visitó el Panorama. Más allá de la balaustrada circular, los viejos cañones, los sacos terreros rasgados de propósito y la arena de circo auténtica formaban el cuadro dulce, del color azul del humo, un tanto sofocante, que rodeaba la plataforma en que se encontraban los curiosos, un cuadro que engañaba a la vista merced a la borrosa calidad de sus límites.
Así quedó grabado en su memoria Sebastopol: antiguo y polvoriento, preso en una ensoñada inquietud muerta.
Por la noche, a bordo del barco, contempló las vacías mangas blancas de los reflectores elevándose hacia el cielo, buscando en él, y descendiendo, en tanto que el agua negra parecía barnizada por la luz de la luna, y más allá, en la neblina nocturna, un crucero extranjero, muy iluminado, permanecía anclado, descansando en los móviles pilares dorados de sus propios reflejos.
Había adquirido pasaje en un sucio barco griego. En la cubierta se apretujaban, morenos y sin un céntimo, los refugiados de Eupatoria, donde el buque había recalado aquella mañana. Ganin se instaló en la mayordomía, donde la lámpara colgante se balanceaba amenazadora; allí había una mesa en la que se amontonaba una multitud de grandes fardos en forma de cebolla.
Luego vinieron varios gloriosos días en el mar. Formando dos flotantes alas blancas, la espuma lo abrazaba todo, al abrazar la proa del buque en su avance; y las verdes sombras de los pasajeros apoyados en las barandas destacaban suavemente contra las brillantes laderas de las olas. El enmohecido mecanismo del timón gemía, dos gaviotas se deslizaron junto a la chimenea, y sus húmedos picos, tocados por un rayo de sol, destellaron como diamantes. Cerca de Ganin un niño griego dotado de una formidable cabeza, comenzó a llorar; su madre perdió la paciencia, y comenzó a escupirle, en un desesperado esfuerzo para que se callara. De vez en cuando, a cubierta salía un fogonero, negro de la cabeza a los pies y con un rubí falso en el dedo índice.