—¿Qué hacemos? Ir y venir por el espacio, para luego encerrarnos en el Recinto. No nos gusta esto, y nos esforzamos porque nos guste. Cuando estamos en el espacio, estamos deseando volver al Recinto, y cuando estamos en el Recinto, nos parece que nunca va a llegar la hora de salir de él. ¡Qué vida!
—¿Qué harías tú para remediarlo? Sin aflojar los lazos de amistad que unen a los que nos dedicamos a la navegación interestelar, se entiende.
—Lo resolvería por medio de la hiperpropulsión.
Quantrell se echó a reír.
—Eso es lo primero que hacéis, reíros —dijo Alan, malhumorado—. Os parece una idea descabellada. Ni siquiera pensáis en que, si nosotros no lo hacemos, menos lo harán los científicos terráqueos. Ellos están contentos con las cosas tal como están. No tienen que luchar con la Contracción de Fitzgerald.
—Tengo entendido que se estudia eso de la hiperpropulsión. Desde los tiempos de Cavour, si no voy errado.
—De vez en cuando. No se lo toman muy en serio, y así no llegaremos a ninguna parte. Si algunos hombres se hubiesen puesto a trabajar de veras en ello, ya no habría recintos ni Contracción de Fitzgerald. Podríamos vivir una vida normal.
—Y tu hermano estaría con vosotros.
—Naturalmente. Pero tú y otros, en vez de pensar, os reís.
Quantrell se mostraba pesaroso.
—Lo siento. Me parece que no he puesto bastante combustible en mi máquina de pensar esta vez. Pero la hiperpropulsión acabaría con el sistema de recintos, ¿no crees?
—¡Ni que decir tiene! Al volver del espacio podríamos llevar la vida normal que se lleva en la Tierra, en vez de vivir tan separados unos de otros como ahora.
Alan miró hacia las torres de la ciudad terrestre, que estaban fuera del Recinto, en la otra ribera del río; parecían estar tan lejos, que no se podía llegar hasta ellas. Allí tenía que estar Steve. Acaso habría allí alguien con quien se podría hablar de la hiperpropulsión, alguna persona de influencia que pudiera estimular las investigaciones que tan necesarias eran.
Le parecía que la ciudad terrestre lo llamaba. Era una voz que no se podía desoír. Y él quería; ahogar la voz de su conciencia, el hilo de voz que le decía: «No hagas eso». Se volvió y se puso a mirar los feos edificios del Recinto. Luego miró a Quantrell.
—Has dicho que te gustaría tener más libertad. Quisieras salir del Recinto, ¿verdad, Kevin?
—Sí.
Alan experimentaba una sensación extraña, algo así como si le estuvieran dando golpes en la boca del estómago.
—¿Te gustaría salir conmigo para ir a ver esa ciudad?
—¿Dejando que partan las naves sin nosotros?
—No —respondió Alan, pensando en la cara que puso su padre cuando él le dijo que no volvería Steve—. Mi propósito es pasar en la ciudad un, par de días, para cambiar de aires. La
—¿Dos días nada más? —preguntó éste al fin—. Si sólo son dos días, bueno.
Tornó a enmudecer, Alan observó que resbalaban las gotas de sudor por la mejilla de Quantrell. Él estaba tranquilo y ello le sorprendía.
Quantrell se sonrió luego y su atezado rostro volvió a mostrar el aire de confianza que el muchacho solía tener.
—Si es así, no lo pienso más. ¡Vamos!
Pero
—Tú no hablas en serio, Alan. ¿De veras quieres ir a visitar esa ciudad?
Alan asintió con la cabeza e hizo señas al ser extraterrestre para que se subiera en su hombro. Y preguntó, burlón:
—¿Crees que no voy a cumplir mi palabra,
Se abrochó la chaqueta, manipuló el interruptor que controlaba los paneles fluorescentes y añadió:
—Pero si tú quieres quedarte, eres muy dueño de hacerlo.
—No, hombre; te acompaño.
Y
Kevin Quantrell los estaba esperando delante del edificio. Dijo
—¿Me dejas que te haga una pregunta, Alan?
—Hazla.
—¿Piensas volver o vas a hacer lo que hizo Steve?
—Tendrías que conocerme mejor. Tengo razones para salir, pero nos las que tenía Steve.
—Quiero creerlo.
Parecióle a Alan que en la sonrisa de Quantrell había algo poco convincente. El chico estaba nervioso. Se preguntó Alan si él también lo estaría.
—¿Estás dispuesto? — preguntó Quantrell.
—Siempre lo he estado. ¡Andando!
Alan miró en torno suyo para ver si alguien los observaba. No se veía a nadie por allí cerca. Quantrell echó a andar. Alan siguió detrás de él.
—Supongo que sabrás por donde hemos de pasar, porque yo no lo sé — dijo Alan.
—Bajaremos por esta calle; al llegar al final de ella nos dirigiremos a la derecha y por el Paseo de Carnhill iremos hasta el puente. La ciudad está al otro lado del río.
—Bien.
Llegaron al Paseo de Carnhill. Lo primero que vio Alan fue la majestuosa curva flotante del puente. Luego contempló la ciudad terrestre, que era un montón —alto como una torre— de metal y ladrillo, el cual parecía subir hasta el cielo.
—¿Hemos de cruzar el puente? — preguntó Alan.