A cada lado de la calle había edificios inmensos. Para pasar de los edificios de un lado de la calle a los del otro, había —cada tres bloques de casas— puentes aéreos, situados a alturas que daban vértigo. Alan miró hacia arriba y vio puntos negros, que parecían hormigas y eran las personas que pasaban por tales puentes.
Las calles estaban concurridas. Por ellas pasaban, andando muy de prisa y con cara seria, los ciudadanos. Alan estaba acostumbrado a la vida ordenada y pacífica de la astronave y le hacían poca gracia los empujones que le daban los transeúntes.
A Alan le sorprendió ver tantos vendedores ambulantes que andaban detrás de unos vehículos de propulsión propia que rodaban lentamente e iban llenos de hortalizas, frutas y otras cosas. A cada momento pregonaban sus mercancías. Uno de ellos se paró delante de Alan y le dirigió una mirada implorante. Era hombre de pequeña estatura, iba mal trajeado, y en su cara, que llevaba sucia, mostraba una roja cicatriz en la mejilla izquierda.
—¡Muchacho! —dijo, y hablaba farfullando—. Cómprame algo, muchacho.
Alan lo miró con asombro. El vendedor cogió una cosa de color amarillo y, poniéndola casi debajo de las narices del mozo, dijo:
—Recréate el paladar con esto. Está recién cogido y tiene un gusto riquísimo. No te cobraré más que medio crédito{El autor llama
El chico echó mano al bolsillo y sacó una moneda de medio crédito. Le habían dado algunas piezas de esas en la Administración del Recinto. Había oído decir que era costumbre en aquella ciudad que el forastero que ponía los pies en ella tenía que comprar la primera cosa que le ofreciesen. Se dijo que el mejor modo de quitarse de encima aquel hombre era comprarle algo. Y además, tenía apetito. Le entregó la moneda.
—Me lo quedo.
El vendedor le dio
El hombre soltó una carcajada.
—¿Qué te pasa, muchacho? ¿Es que no has visto un plátano en tu vida o no tienes hambre?
—¡Un plátano!
Alan retrocedió un par de pasos para separarse del vendedor, que casi estaba pegado a él. Se metió una de las puntas del plátano en la boca, e iba a morder en ella, cuando le entraron tales ganas de reír, que no pudo hacerlo.
—¡Mírenlo! —gritó el vendedor—. ¡Miren si es tonto este astronauta! ¡No sabe cómo se come un plátano!
El mozo se sacó el plátano de la boca, sin haberlo mordido, y se quedó mirándolo. No había comprendido lo que le había dicho el vendedor. Estaba turbado. No estaba preparado para que le tratasen de ese modo los extraños. A bordo de la nave nadie se metía con nadie, no se gastaban bromas de mala ley; uno hacía su trabajo, iba a sus cosas, y nada más. Así tenían que obrar los que tenían que convivir hasta la muerte con los mismos hombres y mujeres en una astronave.
Pero el vendedor no se marchaba. Parecía divertirse de lo lindo.
—Tú eres astronauta, ¿verdad?
Habíase formado un corrillo que rodeaba a los actores de aquella escena callejera.
Alan asintió con la cabeza.
—Te enseñaré cómo se hace —dijo el vendedor burlón, quitándole el plátano, mondándolo y volviéndoselo a dar—. Cómetelo así. Sin la piel está mejor.
Uno de los del corro de mirones dijo:
—¿Qué hace en la ciudad este mozo? ¿Se ha escapado del Recinto?
Y otro:
—¿Por qué no está en el Recinto con sus compañeros?
Crecía la confusión de Alan ante los mirones. No quería armar escándalo, pero tampoco quería que se mofaran de él los terrícolas. Probó el plátano y encontró agradable su sabor. Sin hacer caso de los gritos y la rechifla de aquella gente mal educada, se lo acabó de comer.
—Ya sabe el astronauta cómo se come un plátano —dijo entonces el vendedor—. ¿Quieres otro?
—No quiero más.
—¿No te ha gustado? ¿No te gustan las cosas buenas que tenemos en la Tierra? Claro, no se hizo la miel para la boca de los asnos, y los asnos son… los astronautas. ¡Ja, ja!
—Vámonos de aquí — dijo
Era un buen consejo. Aquella gente lo acosaba como una traílla de galgos que persiguen a una liebre. Alan movió el hombro para dar a entender a
—Cómprame otro — volvió a decir el pesado y terco vendedor.
—Ya te he dicho que no. ¡Déjame en paz!
No se movió nadie. El vendedor y su vehículo impedían el paso a Alan.
—Déjame pasar.
Alan cogió la piel del plátano que se había comido y se la tiró a la cara al vendedor, diciendo:
—Masca esto un rato.
Se abrió paso empujando con el hombro a los que se lo impedían y antes de que los mirones pudieran decir o hacer algo, ya había recorrido media calle. Luego se perdió entre los transeúntes. Le fue fácil hacerlo, pese al llamativo uniforme que llevaba. ¡Pasaba tanta gente!