Читаем Obsesión espacial полностью

—Un jugador ha de tener imaginación. Todo el mundo lo puede leer, porque lo llevas escrito en la frente en letras indelebles. Quisieras saber lo que pasará en la primera entrevista que tengáis los dos. ¿Qué te apuestas?

—Nada, porque ganaría usted la apuesta.

—¿Quieres saber lo que pasará? Yo te lo puedo decir, Alan. Sentirás náuseas, te avergonzarás de tu hermano. Pero eso pasará pronto. Mirarás para atrás, para ver lo que esos nueve años le han hecho, y volverás a ver a tu hermano allá. Él te verá a ti también. Y no será tan mala cosa como crees.

Alan se tranquilizó algo.

—¿Está usted seguro de ello?

—Sí. Si me tomo tanto interés por este asunto tuyo es porque yo tengo también un hermano; mejor dicho, tenía un hermano.

—¿Ha muerto?

—No; vive aún. Un chico de tu edad. Me vi en un conflicto parecido al tuyo. Nacimos en el gremio de barrenderos; pero nos salimos de él y nos inscribimos en el Registro de No Agremiados. Yo me hice jugador. El rondaba por el Recinto, pues quería ser astronauta.

—¿Qué hizo, pues?

—Salirse con la suya. Había una astronave en la ciudad que necesitaba un muchacho. Dave era entonces un chico de mucha labia y consiguió que lo admitieran.

—¿En qué nave fue? — preguntó Alan.

—En la Startreader. Emprendieron un viaje a la Beta Crucis XVIII, que dista 465 años luz. Hará cosa de año y medio que partieron. La nave no regresará a la Tierra hasta dentro de unos novecientos treinta años. Ya no viviré yo para entonces. Salgamos de aquí. Hay gente que espera mesa.

Ya en la calle, Alan observó que el sol estababajo en el firmamento. Eran las seis de la tarde e iba oscureciendo. Pero estaban las calles rutilantes de luz. Todas las casas, y hasta el pavimento, estaban iluminados. No se echaba de menos la claridad del día.

Era algo tarde ya, y en el Recinto habrían notado la ausencia de Alan. Si el capitán Donnell se había enterado de que su hijo había salido del Recinto para ir a la ciudad terrestre… Se acordaba Alan de que el capitán había mandado borrar el nombre de su hermano de la nómina de la Valhalla, como si Steve nunca hubiese existido.

—¿Vamos a ir a la Atlas ahora?

—No. Puedes ir tú solo, si quieres.

—Solo, no me atrevo.

—No te puedo acompañar. Tengo tarjeta de la categoría A, y ese local es de la categoría C.

—¿Están clasificadas y reglamentadas las casas de juego?

—Sí; tiene que ser así. Formamos parte de una sociedad muy complicada, Alan. Yo soy jugador de primera clase. Tengo acreditada mi competencia de una manera empírica en quince años de actuación profesional. Como me enriquecería jugando con principiantes, han legislado contra mí. Si los ingresos o ganancias se elevan a determinada cifra, nos incluyen en la categoría A y nos prohíben terminantemente poner los pies en los locales de inferior categoría, como el Atlas. Si descubren que frecuentas las casas de categoría inferior y no te enmiendas dentro del plazo improrrogable de tres años, te quitan la tarjeta. Yo he cometido algunas faltas de esas y está a punto de vencer el plazo señalado.

—Tendré que ir solo, entonces. De todos modos le agradezco lo que usted ha hecho por mí. Y ¿cómo podré entrar en la Atlas?

—Despacio, joven —dijo Hawkes, sujetando a Alan por la muñeca—. Se puede perder mucho dinero en un local de la categoría C. Si no entras como aprendiz, tendrás que jugar.

—¿Qué debo hacer, pues?

—Yo te llevaré esta noche a un local de la categoría A. Me conocen allí todos y te presentaré como novato. Te enseñaré las artes del juego para que no te desplumen. A la salida, te vendrás a dormir a mi casa, y mañana iremos a la Atlas a buscar a tu hermano. Yo no entraré, por supuesto; me quedaré esperándote en la calle.

Alan se encogió de hombros. Empezaba a notar que estaba algo nervioso por la entrevista que iba a celebrar con su hermano y pensaba que acaso era conveniente demorarla un poco. Aunque se quedase esa noche en la ciudad, podría regresar al Recinto antes de la salida de la Valhalla.

—¿Conformes? — preguntó Hawkes.

—Conformes — contestó Alan.

Tomaron esta vez el metro. Bajaron a la estación por la escalera mecánica, Alan detrás de Hawkes. Estaba la estación profusamente iluminada, y en ella había comercios, restaurantes, vendedores de periódicos y mucho público esperando para tomar los coches.

Hawkes entregó al joven una cosa pequeña de forma ovalada que mostraba varios números grabados.

—La chapa, Alan. Tendrás que meterla en la ranura para subir en el tubo.

Pasaron por las puertas giratorias y siguieron las flechas que les llevaron al tubo de la parte occidental. Paróse uno que tenía forma de proyectil, sin ventanillas. Ya estaba casi lleno de viajeros abonados cuando entraron Hawkes y Alan; no había asientos desocupados, y todos se daban empujones y codazos para hacer valer su derecho a viajar de pie. En un rótulo al final del tubo se leía: Tubo X#3174-WS.

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