Читаем Obsesión espacial полностью

Se parecía algo a lo que se llamaba astrogación, y Alan poseía los rudimentos de esta ciencia. El que navega en una astronave ha de saber algo acerca de la desviación de rumbo, de los efectos de los campos magnéticos planetarios, de los meteoros y de otros obstáculos semejantes, a fin de estar preparado para vencer tales obstáculos.

En este juego pasaba lo mismo. El tablero-piloto, que estaba en la tribuna del croupier, tenía una combinación matemática hecha con anterioridad. Para ganar, los jugadores tenían que acertar esa combinación. Así que era cantada cada coordenada subsiguiente que quedaba grabada en el registrador había que computar de nuevo en términos de nuevas probabilidades, borrando las ecuaciones anteriores y sustituyéndolas por otras.

Existía siempre la probabilidad matemática de que se lograra hacer por azar una combinación idéntica a la del tablero de control; pero eso sucedía muy raras veces. En ese juego, para ganar, el jugador tenía que ser inteligente. Ganaba el primer tablero que registraba la misma combinación que el tablero-piloto.

Hawkes operaba con serenidad y eficacia. Perdió las cuatro primeras jugadas. Alan se compadecía de la mala suerte del tahúr; pero éste dijo:

—No malgastes tu compasión. Hago pruebas todavía. En cuanto vea con la imaginación el rumbo que siguen los números esta noche, empezaré a ganar.

Le pareció esto jactancia al astronauta, pero Hawkes ganó la quinta jugada en sólo seis minutos. Las cuatro anteriores habían durado de nueve a doce minutos antes de salir un ganador. El croupier, un hombre bajito y de cara cetrina, entregó un rimero de monedas y algunos billetes de banco a Hawkes cuando éste fue a la banca a recoger sus ganancias. Oyóse un rumor sordo en la sala. Hawkes era muy conocido de los asiduos.

Hawkes cobró cien créditos. En menos de una hora había realizado un beneficio líquido de setenta y cinco créditos. Le brillaban los ojos a Hawkes, y se veía que estaba en su elemento y disfrutaba.

La sexta jugada la ganó un hombre con gafas, de cara redonda, que estaba tres mesas más allá, a la izquierda de la de Hawkes. Luego, Hawkes venció en la séptima y octava jugada: cien créditos cada una; también ganó la novena.

Alan pensaba que Hawkes había ganado cuatro de las nueve jugadas. En la sala había por lo menos cien personas. Suponiendo que no tuviera siempre la misma buena suerte, eso significaba que muchas personas ganaban muy pocas veces, y algunas, nunca.

Hawkes siguió ganando y perdiendo jugadas. Hubo un momento en que sus ganancias ascendieron a mil cuatrocientos créditos.

Alan ardía en deseos de jugar él, pero en una casa de la categoría A no dejaban jugar a los principiantes.

Después de esto, Hawkes perdió cinco jugadas. Cometió un error en un cálculo aritmético, y Alan se lo dijo. Hawkes impuso silencio al mozo, y éste enrojeció.

Por el momento parecía que lo abandonaba la fortuna y que había perdido su destreza. Hawkes se levantó de la mesa y meneó la cabeza con tristeza.

—No juego más. Vámonos.

Se guardó en el bolsillo las ganancias, que eran de mil doscientos créditos.

Cuando salieron de la casa de juego eran más de las doce de la noche. Había llovido y estaban mojadas las calles. Las personas que andaban por ellas se dirigían a sus casas. Antes de llegar a la boca del metro, Alan rompió el silencio y dijo:

—Ha ganado usted bastante.

—No me puedo quejar.

—Sin las pérdidas de última hora, se hubiera usted llevado doscientos créditos más.

Hawkes sonrió.

—Si tú hubieses nacido dos siglos antes serías mucho más listo de lo que eres ahora.

—¿Qué quiere usted decir? — preguntó Alan algo amoscado.

—Que a última hora he perdido porque he querido perder. El jugador inteligente tiene que conocer el momento oportuno en que le conviene perder.

El tahúr se acercó a la taquilla para sacar los billetes.

—No acabo de entender eso, señor Hawkes.

—Los listos viven a expensas de los tontos, y los que a mí me dan de comer no volverían a la casa de juego si yo no hiciera eso. Yo conozco este juego como nadie. Puedo decir que soy el mejor jugador que hay en esta ciudad. Mis manos sienten los números, y, si yo quisiera, ganaría cuatro de cada cinco jugadas, aun en un local de la categoría A.

Alan frunció el ceño.

—¿Por qué no lo hace usted? Podría ser rico.

—Soy rico —replicó Hawkes en un tono que desconcertó a Alan—. Si pretendiera hacerme más rico en poco tiempo, podría enfadarse algún cliente y meterme cuatro balas en la barriga. Contéstame a esto, niño: ¿volverías tú a un casino en que un solo jugador se llevase el ochenta por ciento de las ganancias? Te consentirían eso un mes quizá, pero, después, o tendrías que retirarte o atenerte a las consecuencias. Mi táctica es mejor. Les dejo ganar la mitad de las veces. Yo no necesito todo el dinero que fabrica la Casa de la Moneda; con una pequeña parte de él, me conformo. Con ese régimen económico, que es esencial en este juego, gano yo más dejando ganar de vez en cuando a los otros.

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