—Toma; aquí tienes doscientos créditos, para que te los juegues mientras miras si está ahí tu hermano. Yo te aguardo en la calle. Se escandalizaría la gente si viera entrar en un sitio como la Atlas a un jugador de la categoría A.
Alan sonreía nerviosamente. Se alegraba de que Hawkes no pudiera entrar con él. Quería resolver el problema solo. No quería que el tahúr presenciase la escena que se iba a desarrollar entre Steve y él. Eso, si Steve se encontraba allí.
Saludó a su protector con una inclinación de cabeza y avanzó hacia la puerta. El robot pregonero le dijo:
—Pase, pase usted, señor. Aquí con cinco créditos puede usted ganar cien.
Pasó a través del haz fotoeléctrico y penetró en la sala. Lo detuvo otro robot, que se puso a examinar sus rasgos fisonómicos y le dijo:
—Este establecimiento es de la categoría C, caballero. Si tiene usted tarjeta de categoría superior, no puede jugar aquí. ¿Me hace el favor de enseñarme su tarjeta?
—No tengo. Soy principiante. Deseo una mesa individual.
Eso le había dicho Hawkes que contestase.
Le indicaron una mesa situada a la izquierda de la tribuna del
Alan introdujo en la ranura una moneda de cinco créditos. Mientras esperaba a que acabase la jugada y comenzase la siguiente se puso a mirar a los circunstantes. En la penumbra que reinaba en la sala era difícil ver bien las caras. Le costaría trabajo reconocer a Steve.
Se percibía olor de almizcle, un olor picante, desagradable. Le parecía a Alan haberlo notado en otra parte y trataba de recordar dónde. Sí; le había molestado el olfato la noche antes, en la otra casa de juego. Habíale dicho Hawkes que lo producían los cigarrillos narcóticos. Era irrespirable la atmósfera de ese garito de la categoría C.
Los jugadores miraban los tableros con atención de fanáticos. Se encendían y apagaban las luces; se apagaban unas y encendían otras. Alan lanzó una mirada al hombre que estaba a la mesa de al lado. En la oscuridad, a este hombre le relucía la cabeza calva como si fuese de oro. En la angustia de la indecisión, juntaba las manos. Más allá había un joven de mirada soñadora que asía con sus manos ambos lados del tablero como si le acometiera un rapto de locura, mientras seguía con la vista las espirales que trazaban hacia arriba los números. Una mujer metida en carnes, que ya había cumplido los cuarenta, estaba como deslumbrada por las luces del complicado juego, hundida en la silla como si quisiera descabezar un sueñecito.
Desde donde él estaba, Alan no podía ver a los otros jugadores. Detrás de la banca había más mesas, y quizás estaría allí Steve. Pero estaba prohibido pasar por entre las hileras de mesas para ir a buscar a alguien.
Sonó el timbre para anunciar que había terminado la jugada. Cantó el
—El número 322 gana cien créditos.
El ganador se acercó a la banca para que le dieran el dinero. Andaba arrastrando los pies, como si tuviera parálisis. Hawkes había dicho a Alan que frecuentaban aquel local hombres que apenas podían andar. El hombre cobró y regresó a su mesa sin sonreír. Alan se encogió de hombros y miró a otra parte. Pensaba el joven que la Tierra no era un mundo muy hermoso. Y es bella la vida si a uno le dejan bogar con la corriente. Hawkes tenía esa suerte; pero, por cada triunfador como él, había muchos otros que luchaban en vano contra la corriente.
Alan no veía a Steve.
Se iluminó el tablero y el joven se puso a jugar por primera vez.
Hizo una combinación. Pasaban rápidamente por el tablero rayos dorados, que se mezclaban con parpadeos rojos y azules. Llegó el primer número. Alan lo integró en seguida y se dio cuenta de que había hecho mal su combinación. La borró y puso nuevos guarismos basados en el número que él tenía. Vio con desagrado que operaba con más lentitud que los otros jugadores.
Pero no se desanimó por eso. Le sudaba la cara y el cuello. No manipulaba los controles con la destreza de Hawkes. Ese juego resultaba difícil para un principiante; con el tiempo lo dominaría, pero en aquel momento…
—Setenta y siete sube doce sobre trece — gritó el
Alan movió las palancas. Vio la atracción que ejercía ese juego en los terrícolas. Era juego que requería concentración, atención profunda, no pensar en nada más. Era imposible pensar y competir al mismo tiempo. Era un juego que brindaba ocasión de huir de las desagradables realidades de la vida que se llevaba en la Tierra.
—Seiscientos doce sigma cinco.
Alan rectificó de nuevo. Estaba muy nervioso. Presentía que iba a alcanzar la victoria. No se acordaba de lo que había venido a hacer, no se acordaba de Steve. Sólo acaparaba su atención el tablero, solamente el juego.