Читаем Obsesión espacial полностью

—Si pudieras volver a formar parte de la tripulación sabiendo que no recriminarán tu conducta, ¿regresarías a la nave?

Los ojos de Steve brillaron como antaño.

—¡Claro que sí! Pero…

—Pero ¿qué?

—Debo siete mil créditos. Siguen empeorando las cosas para mí. Esa jugada que me has visto ganar esta noche es la primera que he hecho en tres días. Sigo siendo jugador de tercera categoría, pese a los nueve años que llevo en el oficio. Todos no podemos ser tan diestros como Hawkes. Y ¿qué otra profesión puedo ejercer yo en un mundo superpoblado y hostil como éste?

Pensó Alan que siete mil créditos era lo que ganaba Hawkes en una semana. Steve no podría pagar esa deuda en toda su vida.

—¿A quién debes ese dinero? — preguntó Hawkes de repente.

Steve miró al jugador.

—Al Sindicato Bryson y a Lome Hollis. Mayor cantidad al Sindicato. El Sindicato me hace vigilar por un individuo que me sigue adondequiera que voy. Ahora mismo está en esta taberna, allá abajo. Si vieran que me acercaba al Recinto, me exigirían la devolución inmediata del dinero. No se puede jugar con ese Sindicato.

Hawkes quiso tantear al infeliz y dijo:

—Supón que alguien pagara esa deuda por ti…

Steve le cortó y meneó la cabeza.

—No; no quiero limosnas. Sé que es usted de la categoría A y que siete mil créditos no son nada para usted. No puedo aceptar. En mi situación, no tengo más remedio que quedarme en la Tierra. A ello me resigno. He elegido esto, y lo merezco.

—Sé razonable —dijo Alan—. Hawkes arreglará la cuestión de las deudas. A papá le darás una alegría inmensa si vuelves a la nave…

—¿Tú crees que le daría alegría verme volver vencido, harapiento, hecho un viejo a los veintiséis años? Pues yo creo que no. El capitán me ha borrado de su memoria hace tiempo. Seríamos extraños el uno para el otro.

—En eso te equivocas Steve. Él ha sido quien me ha hecho venir aquí. Me dijo: «Si tienes la suerte de encontrar a Steve, dile, suplícale en mi nombre, que vuelva a bordo.» Todos están deseando que vuelvas. Nuestro padre te ha perdonado, hermano — mintió Alan.

Steve, con el ceño fruncido, indeciso, guardó silencio por un momento. Luego, tomó una resolución. Sacudió la cabeza y dijo:

—Contesto que no a los dos. Os lo agradezco de todo corazón. Y tú, Alan, regresa a bordo y olvídate de que yo existo. Ni siquiera merezco que os ocupéis de mí.

—Escucha, Steve…

El puntapié que le dio Hawkes hizo callar a Alan. El joven miró al tahúr con curiosidad.

—Esto es cosa resuelta, a lo que veo —terció Hawkes—. Si se quiere quedar, no se le puede obligar a que no se quede.

—Tengo que quedarme en la Tierra —respondió Steve—. Y ahora he de volver a la casa de juego. No puede permitirse el lujo de estar aquí más tiempo quien tiene deudas.

—Naturalmente que no —dijo Hawkes—. Pero, antes de irte, quisiera que echáramos otro trago. Convido yo. Sentiría que me hicieses un desprecio.

—Eso nunca — contestó Steve, sonriendo.

Steve hizo ademán de llamar al tabernero. No se lo consintió Hawkes.

—Es viejo y está cansado. Iré yo al mostrador.

Y levantándose de la silla, sin dar tiempo a Steve a protestar, el tahúr se dirigió al mostrador.

Alan seguía mirando a su hermano. Le inspiraba lástima Steve. No había tenido suerte el pobre. Había pagado muy cara la libertad con que soñaba a bordo. Y ¿podía llamar libertad a estar trabajando en un garito, en un planeta tan pequeño e inmundo como la Tierra para ganar dinero con que pagar sus deudas?

El muchacho había agotado todos los argumentos que pudieran persuadir a su hermano; todo era en vano, porque Steve quería quedarse en la Tierra. Steve no hacía bien. Steve merecía que lo salvasen. Había cometido el grave error de desertar de la nave; pero nada impedía que volviese a su vida de antes. ¿Qué más escarmiento que lo que había padecido? Si a ello se negaba…

Regresó Hawkes con un vaso de whisky para Steve y otro de cerveza para él. Dejó los vasos sobre la mesa y dijo:

—Brindemos porque seas pronto jugador de la categoría A.

—Gracias.

Después de haberse bebido el whisky, Steve abrió desmesuradamente los ojos. Quiso decir algo, y no pudo. Dejó caer la cabeza sobre la mesa, dándose un golpe en la barbilla.

Alan, asustado, miró a Hawkes.

—¿Qué le pasa a mi hermano?

—Nada —respondió el tahúr—, No te alarmes. Le he puesto en el whisky dos gotas de enzima sintética. Es una cosa insípida, pero que produce efectos inmediatos, como estás viendo. Estará durmiendo diez horas seguidas.

—¿Quién le ha facilitado ese narcótico?

—El tabernero. Le he dicho que lo hacía con buen fin, y me ha creído. Aguarda tú aquí. Voy a hablar con ese individuo del Sindicato Bryson para arreglar lo de la deuda. Cuando yo vuelva, lo llevaremos a la Valhalla entre los dos, antes que despierte.

Pensaba Alan que tendría que contar a su hermano lo que había pasado. Steve se tendría que resignar porque cuando despertase, la astronave estaría volando hacia Proción. No estaba bien aquello, pero eran poderosos los motivos que le impelían a hacerlo. Se hacía con buen fin, como dijo Hawkes.

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