Alan aceptó la copa y se la bebió. El licor le abrasó la garganta un momento, y pensó el joven que jamás se aficionaría a la bebida. Sacó un objeto de uno de sus bolsillos. Hawkes, al verlo, mostró su extrañeza frunciendo el ceño y preguntando:
—¿Qué es eso?
—Mi reloj calendario. Todos los astronautas tenemos uno. Por él sabemos nuestra edad cronológica cuando estamos a bordo. ¿Ve usted? Aquí dice: «Año 17, Día 3». Cada veinticuatro horas de tiempo subjetivo, cambia el día; y al llegar a trescientos sesenta y cinco días, el año. Me parece que, de ahora en adelante, no voy a necesitar más este reloj. Estoy en la Tierra. Cada día que pasa no es más que un día. La misma cosa son el tiempo objetivo y el subjetivo.
—Puedes tirar ya ese aparatito que te dice la edad que tienes —dijo Hawkes, riéndose alegremente—. Y enseñando a Alan un botón que había en la pared, añadió —: Apretando este botón, saldrá la cama. Yo dormiré en la habitación de siempre. Lo primero que haré mañana es comprarte ropa, para que puedas andar por las calles sin que la gente te señale con el dedo y te insulte llamándote
Los primeros días de vivir con Hawkes fueron muy emocionantes para Alan. El jugador quiso que su joven amigo vistiera a la última moda, con ropa moderna que tenía cierres automáticos o de cremallera y botones de presión, que, cosa increíble, resultaban más cómodos que el uniforme de astronauta. Poco a poco iba conociendo mejor la ciudad de York y le extrañaban menos las cosas que en ella veía. Estudiaba los mapas del
Comían a eso de las seis de la tarde y luego se iban a trabajar, Hawkes operaba en las casas de juego de la categoría A. La primera semana Alan acompañó a Hawkes. Se ponía detrás de su maestro para aprender la técnica que éste empleaba. Al empezar la segunda semana el joven jugaba ya en los locales de la categoría C situados cerca de los de la categoría A en que operaba Hawkes.
Cuando el joven preguntaba a Hawkes si debía inscribirse en el Registro de No agremiados, el tahúr le respondía:
—Todavía no.
—Pero ¿por qué? Ya hace una semana que soy jugador profesional.
—Porque no hace falta. No lo manda la ley.
—Yo quiero inscribirme. Tengo ganas de estampar mi firma en algún documento, para demostrar que resido en la Tierra.
Los serenos ojos azules de Hawkes miraron de una manera extraña a Alan, que a éste le pareció amenazadora.
—No quiero que pongas tu firma en ningún papel ni que te inscribas en el Registro de No Agremiados. ¿Te enteras?
—Sí, pero…
—¡Sin pero!
Alan refrenó su cólera. Estaba acostumbrado a obedecer. Hawkes sabía más que él. De todas formas dependía del tahúr y no quería enojarle innecesariamente por el momento. Hawkes era rico; podía financiar la construcción de una nave movida por la hiperpropulsión. Alan pensaba en esto con serenidad, y se sorprendía y hasta se regocijaba cuando se daba cuenta de lo ingenuamente que estaba obrando desde que dejó de ser tripulante de la
Primero empleó esta ingenuidad en las mesas de juego. En los primeros diez días de ejercer la profesión perdió —los perdió Hawkes, que se los dio— setecientos créditos, pese a haber ganado una jugada de trescientos una noche.
Hawkes se quedó tan tranquilo.
—Aprenderás el oficio con el tiempo, Alan. Dentro de unas cuantas semanas más sabrás hacer las combinaciones, mover los dedos con agilidad y destreza, pensar con rapidez.
Alan estaba abatido. Aquella noche había perdido trescientos créditos. Le parecía que sus torpes dedos jamás sabrían hacer las combinaciones con bastante rapidez. Él, como Steve, había nacido para perder. Nunca llegaría a adquirir la destreza que exigía el oficio de tahúr.
—Me alegro de verle tan optimista, Hawkes. Si no le importa perder dinero…
—Algún día ganarás el doble para mí. He hecho una apuesta de cinco contra uno a que antes del otoño serás jugador de la categoría B.
Alan lo dudaba. Para ser jugador de la categoría B había que ganar por término medio doscientos créditos cada noche durante diez días seguidos, o tres mil en un mes. Y eso parecía cosa imposible. Pero, como de costumbre, Hawkes ganó la apuesta. En los meses de mayo y junio mejoró la suerte de Alan. A principios de julio ganó algunas jugadas fuertes, y se oyeron rumores de protesta cada vez que fue a la banca a cobrar. Aquella noche volvió a casa con seiscientos créditos de ganancia. Hawkes abrió un cajón y sacó de él una esbelta pistola que disparaba neutrinos.
—Será mejor que lleves esto encima de aquí en adelante, Alan.
—¿Para qué?
—Para defenderte. Empiezan a fijarse en lo que haces. Se habla mucho de ti. Saben que cada noche vuelves a casa con dinero en el bolsillo.