Читаем Obsesión espacial полностью

Alan examinó la pistola. Era un arma que lanzaba por la boca mortíferas corrientes de neutrinos activos, de un modo invisible y sin formar masa, de efectos fatales.

—¿He de hacer uso de ella? —preguntó el muchacho.

—Una sola vez. Si lo haces bien, no tendrás que utilizarla más.

Alan no había tenido necesidad de emplearla, pero la llevaba siempre encima. Seguía aumentando su habilidad en el juego. Aquel juego era como la astrogación. Aprendió a hacer las combinaciones en menos tiempo que sus rivales.

En una noche cálida de mediados de julio, el dueño de la casa de juego que más frecuentaba Alan detuvo a éste al entrar y le dijo:

—¿Es usted Donnell?

—Sí, señor. ¿Pasa algo?

—Nada grave. He observado que en las dos últimas semanas ha ganado usted cerca de tres mil créditos. Por esa razón, no puede continuar operando en esta casa. No tengo queja de usted, y de veras lo siento. Tome esto. Es para que le dejen entrar en las casas donde trabajará en lo sucesivo.

El dueño dió al joven una tarjeta. Era una tarjeta de plástico de color gris; en letras amarillas se leía en ella: CATEGORÍA B. Alan había sido ascendido.

<p>Capítulo XIII</p>

No todo eran rosas en las casas de juego de la categoría B; había en ellas más espinas que flores. Los contrincantes no se dejaban vencer así como así. Algunos de éstos eran jugadores que habían ascendido de la categoría C a la B; otros procedían de la A, y eran los que habían perdido esta categoría, pero se defendían bien en la B. Los que no sabían defenderse descendían a la categoría C y no podían poner los pies en los locales de la categoría B. Alan notaba ausencias y veía caras nuevas todos los días.

Alan ganaba con frecuencia, y Hawkes, en su categoría, ganaba también. El joven Donnell entregaba sus ganancias al tahúr, y éste le daba a Alan todo el dinero que necesitaba para sus gastos.

Corría el mes de agosto y hacía aquel verano un calor sofocante, a pesar de los esfuerzos de la Oficina de Regulación del Tiempo. Después de medianoche se hacía caer una lluvia artificial que refrescaba la atmósfera. Alan solía regresar a casa a esa hora, y le gustaba andar despacio por las calles, mojándose. La lluvia era una novedad para él. Y estaba deseando que llegase el invierno para ver lo que era la nieve.

Pensaba muy pocas veces en la Valhalla. Habíase acostumbrado a apartar la nave de su pensamiento, pues sabía que, si empezaba a arrepentirse de la decisión que había tomado, el arrepentimiento lo atormentaría a todas horas. La vida en la Tierra era extraordinariamente fascinadora, y él confiaba en que algún día tendría la suerte de encontrar el cuaderno de apuntes de Cavour, el libro en que este hombre eminente había anotado tantas cosas sobre la hiperpropulsión.

Hawkes le enseñaba a luchar, a hacer trampas con los naipes, a arrojar cuchillos. No era ésta la educación que debía darse a un joven virtuoso; pero en la Tierra se concedía poco valor a la virtud. O matar o ser muerto. Y Alan quería aprender a seguir viviendo en la Tierra. Hawkes era maestro en eso, y Alan un buen discípulo suyo.

En una noche húmeda, calurosa y sofocante de principios de septiembre, Alan hubo de poner a prueba sus facultades de luchador, su destreza en atacar y defenderse. Había estado jugando en el Lido, un garito del suburbio de Ridgewood. Salió de allí con más de setecientos créditos en el bolsillo. El joven estaba contento de su suerte. Hawkes operaba en una casa que estaba muy lejos de aquel arrabal. Por eso convinieron en regresar a casa cada uno por su lado. Solían volver juntos todas las noches, y por el camino comentaban las dificultades que habían tenido que vencer para hacer su trabajo. Hawkes mostraba a Alan los defectos que tenía la técnica del joven y los errores que éste había cometido.

Alan llegó a Hasbrouck a eso de las doce y media de la noche. No había luna. Las calles de Hasbrouck no estaban tan bien alumbradas como las de los barrios comerciales y aristocráticos de la ciudad. La humedad hacía sudar a Alan. Se oía el zumbar de los helicópteros, que reventaban las nubes para que lloviera.

Cayeron las primeras gotas a la una menos cuarto. Alan sonreía de júbilo, porque la lluvia le limpiaba el sudor. Él se mojaba mientras los transeúntes corrían a resguardarse del agua.

Reinaba la oscuridad más absoluta. De pronto, Alan oyó pasos. Un momento después una mano de hierro hizo presa en su hombro, y en la espalda…

Un instante duró su indecisión. Movió la espalda para saber si el cuchillo había atravesado la ropa. No la había atravesado.

—No te haré daño si me entregas el dinero que llevas.

Volvióse el joven y sujetó la mano que empuñaba el cuchillo. Oyóse una exclamación de rabia y de dolor. Alan retrocedió dos pasos y dio un fuerte golpe en la boca del estómago a su agresor. Pudo sacar la pistola que disparaba neutrinos.

—¡Quieto o te abraso!

El otro no se movió.

Alan, de un puntapié, mandó lejos el cuchillo, que estaba en el suelo.

—Acércate a esta farola. Quiero ver tu jeta, para que no se me despinte.

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