Читаем Obsesión espacial полностью

Alan levantó a su hermano de la silla. ¡Qué poco pesaba Steve para lo rollizo que estaba! Era indudable que los músculos pesaban más que la grasa. El joven, con su hermano a cuestas, echó a andar hacia la puerta de la taberna. Al pasar por delante del tabernero, éste le sonrió. Se preguntó Alan qué le habría dicho Hawkes.

En aquel momento, tres mesas más allá, Hawkes se despedía con un apretón de manos del hombre delgado y moreno con quien había estado hablando. Se dijo el muchacho que seguramente habían llegado a un acuerdo. Hawkes ayudó a Alan a llevar a Steve.

—El tubo nos conducirá al Bulevar Carhill —dijo el tahúr—. Después tomaremos el autobús para ir al Recinto y al espaciopuerto.

El viaje duró cerca de una hora. Steve iba sentado entre Alan y Hawkes. El cuerpo del dormido se movía de un lado a otro sin que Steve se despertase. Lo raro fue que esto no llamase la atención ni en el coche del tubo ni en el autobús. Al parecer los habitantes de la Tierra eran muy despreocupados. En la ciudad de York a nadie parecía importarle si lo que llevaban Alan y Hawkes era un hombre desmayado o un cadáver. El autobús pasó por el puente y atravesó el Recinto para ir al astropuerto. Alan no vio a ningún conocido en las calles del Recinto.

El astropuerto era un bosque de naves que descansaban sobre la cola, esperando el momento de salir. Muchas de ellas eran naves de carga, tripuladas sólo por dos hombres, que iban de la Tierra a las colonias establecidas en la Luna, en Marte y en Plutón. Alan se alzó sobre las puntas de los pies para echar una mirada al dorado casco de la Valhalla. No pudo ver su nave. Pensó el joven que, puesto que tenía que salir el sábado, la tripulación estaría trabajando para ponerla en condiciones de realizar el viaje.

Vio, sí, la Encounter, la gran nave en que iba Kevin Quantrell. La estaban reparando para que pudiera salir lo antes posible.

En el campo de aterrizaje se les acercó un robot y les dijo:

—¿En qué puedo servir a ustedes?

—Soy tripulante de la Valhalla —respondió Alan—. Regreso a bordo. ¿Me quiere llevar a la nave?

—Con mucho gusto.

Alan se volvió hacia Hawkes. Había llegado el momento de la despedida. Notó que Rata le tiraba de la manga como si quisiera recordarle algo.

—No es necesario que entre usted en el astropuerto con nosotros, amigo Hawkes. Le debo gratitud eterna por la ayuda que me ha prestado. Sin usted, no hubiera encontrado a Steve. En cuanto a la apuesta que hemos hecho… como al fin y al cabo vuelvo a la nave… se la he ganado a usted. Pero no le pido que me entregue esos mil créditos. Después de lo que usted ha hecho por Steve, no debo hacerlo.

Alargó la mano a Hawkes, y éste se la estrechó. Pero el jugador sonreía de un modo extraño.

—Si te debiese dinero, te lo pagaría, Alan. Yo obro así. Los siete mil créditos que he entregado en nombre de tu hermano son cuenta aparte. Pero no has ganado la apuesta todavía; no la ganarás hasta que la Valhalla esté en el espacio y tú a bordo de ella.

El robot daba muestras de impaciencia.

—Lleva ahora a tu hermano a bordo —dijo Hawkes—. No me despido de ti aún. Vuelve después de dejar a Steve en la nave, y nos daremos un abrazo. Aquí te espero.

Alan movió la cabeza.

—Sentiría mucho que tuviera que esperar en vano. La Valhalla debe estar a punto de partir, y si es así no podré volver. Démonos el abrazo, y adiós.

—Eso de que no volverás, ya lo veremos. Te apuesto diez contra uno.

—Perdería usted esta apuesta también.

La voz de Alan dijo esto con un acento que no convenció ni a su propio dueño. Con el ceño fruncido, atravesó el campo con Steve a cuestas. Todo el tiempo que tardó en llegar a la Valhalla fue abismado en sus pensamientos. Empezaba a temer que Hawkes le iba a ganar la apuesta.

<p>Capítulo XII</p>

Se emocionó Alan, sintió algo semejante a la nostalgia al volver a ver a la Valhalla, la cual estaba al término del campo, altiva, magnífica. Zumbaban en derredor de la nave numerosos camiones que transportaban combustible y mercancías que iban a ser cargadas a bordo. Veía también el joven al larguirucho Dan Kelleher, que estaba dando órdenes a los hombres sudorosos e inspeccionando el trabajo de éstos.

Alan, con su hermano a cuestas, siguió andando. Gritaba en aquel momento Kelleher:

—¿Es que tenéis los músculos blandos, que no tenéis fuerza para mover las manivelas de los tornos? A ver si… —. Y al darse cuenta de la presencia de Alan, dijo bajito —: ¡Alan!

—¡Hola, Dan! ¿Anda mi padre por ahí?

Kelleher estaba mirando con curiosidad al dormido Steve.

—Está franco de servicio. Está de guardia Art Kandin.

—Gracias —respondió Alan—. Voy a hablar con Kandin ahora mismo.

—Bueno. ¿Traes a…?

—Sí, es Steve.

El chico pasó por entre las grúas y subió a la nave por la rampa mecánica. Estaba cansado, pues hacia rato que llevaba la carga de su hermano. Sentó a Steve junto a una ventana, frente a una pantalla televisora, y dijo a Rata:

—Estáte tú aquí, y si alguien te pregunta quién es, dile la verdad.

—Está bien.

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