Читаем Obsesión espacial полностью

Pero Hawkes no le dejaba pararse en escrúpulos. Estaba en una cueva de ladrones y no podía salir de allí más que ladrón o cadáver.

—Lo haré; pero, después de hecho, cobraré mi parte y me iré. No quiero más tratos con usted.

Hawkes parecía estar ofendido, pero disimulaba su emoción bastante bien.

—Eso es cuenta tuya, Alan. Me alegro de que accedas. Hubiese sido mala cosa para los dos si te hubieras negado. Si te parece, nos iremos a acostar.

Poco durmió Alan esa noche. Hubiera querido tener una puerta en la cabeza para abrirla y dejar escapar por ella a sus pensamientos.

La conducta de Hawkes le enfurecía. El tahúr le había amparado, no por socorrerle, sino porque creía que él reunía las condiciones necesarias para llevar a cabo un plan urdido mucho tiempo antes. Las lecciones que le daba Hawkes no tenían otro objeto que el de prepararle para que desempeñara bien el papel que había de hacer en el proyectado robo.

La situación en que se encontraba le entristecía. Aunque obraba a la fuerza, no por eso era menos delincuente. Su conciencia le decía que era tan delincuente como Hawkes o Webber.

Decidió no atormentar más su mente. Una vez realizado el atraco, tendría dinero para hacer realidad su sueño: la navegación hiperespacial. Se separaría de Hawkes y se iría a vivir a otra ciudad. Si lograba ese propósito, podría alegar que había en su delito circunstancias atenuantes, atenuantes hasta cierto punto.

Los días de aquella semana transcurrían con desesperante lentitud. El joven hacía mal su trabajo en la casa de juego. No estaba su cabeza para eso. No podía concentrar su atención. Muy pocas combinaciones le salían bien. Perdió dinero, aunque no mucho.

Los componentes del Sindicato se reunían cada noche en el domicilio de Hawkes para ultimar los detalles del plan. Ya estaba hecho el reparto de papeles. El de Alan era el más corto y más difícil; pero tenía que actuar en la escena final. Su papel consistía en burlar a los guardianes y escapar con el camión y el dinero.

Llegó el día del atraco, un día de otoño claro y frío. Alan estaba nervioso, aunque más sereno de lo que había supuesto. A la caída de la tarde la Policía ordenaría su busca y captura. Se preguntaba si valía la pena verse así aunque fuera por un millón de créditos. Quizá fuese mejor arrostrar la ira de Hawkes o desaparecer de la ciudad antes de la comisión del delito.

Pero Hawkes era un ser astuto que adivinaba los pensamientos y conocía las intenciones de los hombres. No dejaba a Alan ni a sol ni a sombra. Empujaba al joven al crimen.

Hollis había averiguado que el camión saldría a las 12.40. Poco después de las doce salieron de casa de Hawkes, éste y Alan. Tomaron el tubo.

Llegaron al Banco a eso de las doce y media. El camión acorazado estaba parado delante de la puerta, guardado por cuatro robots imponentes colocados uno junto a cada rueda. Había, además, tres policías humanos, que estaban allí para impresionar. Si había intento de atraco eran los robots los que tenían que frustrarlo.

El edificio del Banco tenía cien pisos de altura y estaba situado en el barrio comercial de la ciudad.

Ordenanzas armados con pistolas sacaban del Banco los saquitos llenos de billetes y los ponían en el camión. Las calles estaban llenas de gente, porque a aquella hora salían de las oficinas los empleados para irse a comer.

Alan se dijo que no iba a ser cosa fácil llevarse el camión.

Todo estaba sincronizado exactamente, Hawkes y Alan avanzaban hacia el Banco. Alan vio a Kovak en la acera, haciendo ver que leía el periódico. Los otros estaban escondidos.

Alan sabía que Webber se hallaba en aquel momento en una oficina desde la que se veía y dominaba la entrada del Banco. Webber, a las 12.40 en punto, haría funcionar el amortiguador de ondas que paralizaría a los robots guardianes.

Así que estuvieran paralizados los robots, entrarían en acción los otros cómplices. Jensen, Mc-Guire, Freeman y Smith, enmascarado el rostro, se arrojarían sobre los policías. Byng y Hawkes, que estarían dentro del Banco, simularían un altercado y se darían de puñetazos para crear confusión y no dejar salir a la calle a más individuos armados de los que tenía a su servicio el establecimiento de banca.

Hollis y Kovak vigilarían la puerta y todo lo que hubiera que vigilar. Una vez reducidos a la impotencia los policías, harían bajar por las buenas o por las malas al conductor del vehículo. Entonces Alan se pondría al volante y haría correr el camión a toda velocidad. Los otros nueve desaparecerían mezclándose con la gente, y seguirían direcciones diferentes, si podían. Byng y Hollis esperarían a Alan en determinado lugar; allí sería descargado y abandonado el camión.

Si todo salía bien, la acción duraría quince segundos.

En aquel momento eran las 12.35.

A las 12.37 entraron en el Banco Hawkes y Byng. El uno lo hizo por la derecha y el otro por la izquierda de la puerta, como si no fueran juntos.

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