Me detuve en la baranda y miré por el cristal. Ahí estaba, a sólo tres metros. Tenía un aspecto perfecto sobre la pureza fría de la pista de hockey recién preparada. Cualquier joyero les confirmará que encontrar el engaste adecuado resulta vital, y éste... Era alucinante. Absolutamente perfecto. Me sentí un poco mareado, inseguro de que la barandilla sostuviera mi peso, como si pudiera atravesar la madera cual hilo de niebla.
Incluso desde la baranda no cabía duda. Se había tomado su tiempo, lo había hecho bien, a pesar de lo que debía de haber parecido una persecución en toda regla por la carretera sobre el mar sólo unos minutos antes. ¿O tal vez, de algún modo, había sabido que yo no representaba peligro alguno?
Y, dado que yo había dado la voz de alarma igualmente, ¿representaba para él algún peligro? ¿De verdad pretendía perseguirlo hasta su guarida y dar la voz de alarma para favorecer la carrera profesional de Deborah? Eso es lo que yo pensaba que estaba haciendo, claro, ¿pero sería lo bastante fuerte para llevarlo a cabo si las cosas seguían poniéndose tan interesantes? Estábamos en la pista de hockey donde había pasado muchas horas agradables y contemplativas; ¿acaso no era esto otra prueba de que este artista —perdonen, quiero decir «asesino», por supuesto— se movía por un sendero paralelo al mío? Contemplen sólo la exquisita obra que ha realizado aquí.
Y la clave tenía que estar en la cabeza. No cabía duda de que era una pieza demasiado importante en sus propósitos como para dejarla fuera. ¿Me la había lanzado para asustarme, provocarme un paroxismo de horror, terror y pavor? ¿O había averiguado de algún modo que yo sentía lo mismo que él? ¿Acaso él también podía sentir la conexión que se había establecido entre nosotros y sólo quería jugar un poco? ¿Me estaba tomando el pelo? Tenía que tener una buena razón para entregarme un trofeo como ése. Me invadían sensaciones poderosas y vertiginosas, ¿cómo podía él no sentir nada?
LaGuerta me siguió.
—Tienes mucha prisa —comentó, con un deje de queja en la voz—. ¿Tienes miedo de que se vaya? —Señaló las partes del cuerpo amontonadas.
Sabía que en algún lugar de mi interior había una respuesta ingeniosa, algo que la haría sonreír, la seduciría un poco más, suavizaría mi torpe huida de sus garras. Pero allí, en la barandilla, con la vista clavada en el cadáver que había sobre el hielo, en la red de la portería—en presencia, pues, de algo grande, como suele decirse—, mi ingenio se agotó. Me las arreglé para no decirle a gritos que se callara, pero por poco no lo logro.
—Tenía que verlo —reconocí sinceramente, recobrándome después lo bastante como para añadir—: es la red de la portería local.
Me propinó una juguetona palmada en el brazo.
—Eres incorregible.
Por suerte el sargento Doakes se nos acercó antes de que la inspectora tuviera tiempo de emitir su risita coqueta, lo que habría sido más de lo que yo podía soportar. Como de costumbre, Doakes parecía tener más interés en encontrar el modo de agarrarme por las costillas y abrirme en canal que en cualquier otra cosa, y me lanzó una mirada de bienvenida tan cálida y penetrante que me esfumé al instante dejándolo con LaGuerta. Noté que me seguía con la mirada, observándome con una expresión que proclamaba a gritos que yo era culpable de algo, y lo complacido que estaría él de examinar mis entrañas para descubrir de qué. Estoy convencido de que Doakes habría sido más feliz en algún lugar donde se permitiera a la policía romper alguna tibia o un fémur de vez en cuando. Me alejé de él, avanzando despacio por la pista hasta el lugar más cercano donde pudiera sentirme seguro. Acababa de encontrarlo cuando alguien se me acercó por la espalda y me golpeó, con fuerza, en las costillas.
Me erguí para enfrentarme a mi atacante con un leve morado y una sonrisa tensa.
—Hola, hermanita —dije—. ¡Qué alegría ver una cara conocida!
—¡Cabrón! —susurró ella.
—Probablemente —admití—. ¿Pero por qué sacarlo a colación ahora?
—Porque, miserable hijo de puta, tenías una pista y no me llamaste.
—¿Una pista? —dije, casi tartamudeando—. ¿Qué te hace pensar que...?
—Corta el rollo, Dexter —atajó Deborah—. Tú no ibas conduciendo a las cuatro de la mañana en busca de putas. Sabías dónde estaba, maldita sea.
Se hizo la luz. Había estado tan absorto en mis propios problemas, empezando por el sueño —y por el hecho de que obviamente no había sido sólo un simple sueño— y siguiendo con la pesadilla de mi encuentro con LaGuerta, que no se me ocurrió que le había fallado a Deborah. No había compartido nada con ella. Estaba enfadada, y con razón.
—No era una pista, Deb —dije, tratando de calmarla un poco—. Nada sólido. Sólo un... presentimiento. Una idea, eso es todo. No había nada...
Volvió a empujarme.
—Pero encontraste algo — exclame—. Lo encontraste a él.
—En realidad no estoy muy seguro. Más bien diría que él me encontró a mí.