Oliveira se había cansado de moler el café y le pasó el molino a Ronald. Hablándose en voz muy baja, Babs y la Maga discutían las razones del suicidio de Guy. Después de tanto jorobar con su impermeable, Gregorovius se había repantigado en el sillón y estaba muy quieto, con la pipa apagada en la boca. Se oía llover en la ventana. «Schoenberg y Brahms», pensó Oliveira, sacando un Gauloise. «No está mal, por lo común en estas circunstancias sale a relucir Chopin o la Todesmusik para Sigfrido. El tornado de ayer mató entre dos y tres mil personas en el Japón. Estadísticamente hablando…» Pero la estadística no le quitaba el gusto a sebo que le encontraba al cigarrillo. Lo examinó lo mejor posible encendiendo otro fósforo. Era un Gauloise perfecto, blanquísimo, con sus finas letras y sus hebras de áspero caporal escapándose por el extremo húmedo. «Siempre mojo los cigarrillos cuando estoy nervioso», pensó. «Cuando pienso en lo de Rose Bob… Sí, ha sido un día padre, y lo que nos espera.» Lo mejor iba a ser decírselo a Ronald, para que Ronald se lo transmitiera a Babs con uno pie sus sistemas casi telepáticos que asombraban a Perico Romero. Teoría de la comunicación, uno de esos temas tan fascinantes que la literatura no había pescado todavía por su cuenta hasta que aparecieran los Huxley o los Borges de la nueva generación. Ahora Ronald se sumaba al susurro de la Maga y de Babs, haciendo girar al ralenti el molino, el café no iba a estar listo hasta las mil y quinientas. Oliveira se dejó resbalar de la horrible silla art nouveau y se puso cómodo en el suelo, con la cabeza apoyada en una pila de diarios. En el cielo raso había una curiosa fosforescencia que debía ser más subjetiva que otra cosa. Cerrando los ojos la fosforescencia duraba un momento, antes de que empezaran a explotar grandes esferas violetas, una tras otra, vuf, vuf, vuf, evidentemente cada esfera correspondía a un sístole o a un diástole, vaya a saber. Y en alguna parte de la casa, probablemente en el tercer piso, estaba sonando un teléfono. A esa hora, en París, cosa extraordinaria. «Otro muerto», pensó Oliveira. «No se llama por otra cosa en esta ciudad respetuosa del sueño.» Se acordó de la vez en que un amigo argentino recién desembarcado había encontrado muy natural llamarlo por teléfono a las diez y media de la noche. Vaya a saber cómo se las había arreglado para consultar el Bottin, ubicar un teléfono cualquiera en el mismo inmueble y rajarle una llamada sobre el pucho. La cara del buen señor del quinto piso en robe de chambre, golpeándole la puerta, una cara glacial, quelqu’un vous demande au téléphone, Oliveira confuso metiéndose en una tricota, subiendo al quinto, encontrando a una señora resueltamente irritada, enterándose de que el pibe Hermida estaba en París y a ver cuándo nos vemos, che, te traigo noticias de todo el mundo, Traveler y los muchachos del Bidú, etcétera, y la señora disimulando la irritación a la espera de que Oliveira empezara a llorar al enterarse del fallecimiento de alguien muy querido, y Oliveira sin saber qué hacer vraiment je suis tellement confus, madame, monsieur, c’était un ami qui vient d’arriver, vous comprenez, il n’est pas du tout au courant des habitudes… Oh Argentina, horarios generosos, casa abierta, tiempo para tirar por el techo, todo el futuro por delante, todísimo, vuf, vuf, vuf, pero dentro de los ojos de eso que estaba ahí a tres metros no habría nada, no podía haber nada, vuf, vuf, toda la teoría de la comunicación aniquilada, ni mamá ni papá, ni papa rica ni pipí ni vuf vuf ni nada, solamente rigor mortis y rodeándolo unas gentes que ni siquiera eran salteños y mexicanos para seguir oyendo música, armar el velorio del angelito, salirse como ellos por una punta del ovillo, gentes nunca lo bastante primitivas para superar ese escándalo por aceptación o identificación, ni bastante realizadas como para negar todo escándalo y subsumir one little casualty en, por ejemplo, los tres mil barridos por el tifón Verónica. «Pero todo eso es antropología barata», pensó Oliveira, consciente de algo como un frío en el estómago que lo iba acalambrando. Al final, siempre, el plexo. «Esas son las comunicaciones verdaderas, los avisos debajo de la piel. Y para eso no hay diccionario, che.» ¿Quién había apagado la lámpara Rembrandt? No se acordaba, un rato atrás había habido como un polvo de oro viejo a la altura del suelo, por más que trataba de reconstruir lo ocurrido desde la llegada de Ronald y Babs, nada que hacer, en algún momento la Maga (porque seguramente había sido la Maga) o a lo mejor Gregorovius, alguien había apagado la lámpara.
– ¿Cómo vas a hacer el café en la oscuridad?
– No sé -dijo la Maga, removiendo unas tazas-. Antes había un poco de luz
– Encendé, Ronald -dijo Oliveira-. Está ahí debajo de tu silla. Tenés que hacer girar la pantalla, es el sistema clásico.