Читаем Rayuela полностью

– El tipo de arriba golpeó otra vez -dijo Babs.

– No, es la lluvia -dijo la Maga -. Ya es hora de darle el remedio a Rocamadour.

– Todavía tenés tiempo -dijo Babs agachándose presurosa hasta pegar el reloj pulsera contra la lámpara-. Las tres menos diez. Vámonos, Ronald, es tan tarde.

– Nos iremos a las tres y cinco -dijo Ronald.

– ¿Por qué a las tres y cinco? -preguntó la Maga.

– Porque el primer cuarto de hora es siempre fasto -explicó Gregorovius.

– Dame otro trago de caña -pidió Etienne-. Merde, ya no queda nada.

Oliveira apagó el cigarrillo. «La vela de armas», pensó agradecido. «Son amigos de verdad, hasta Ossip, pobre diablo. Ahora tendremos para un cuarto de hora de reacciones en cadena que nadie podrá evitar, nadie, ni siquiera pensando que el año que viene, a esta misma hora, el más preciso y detallado de los recuerdos no será capaz de alterar la producción de adrenalina o de saliva, el sudor en la palma de las manos… Estas son las pruebas que Ronald no querrá entender nunca. ¿Qué he hecho esta noche? Ligeramente monstruoso, a priori. Quizá se podría haber ensayado el balón de oxígeno, algo así. Idiota, en realidad, le hubiéramos prolongado la vida a lo monsieur Valdemar.»

– Habría que prepararla -le dijo Ronald al oído.

– No digas pavadas, por favor. ¿No sentís que ya está preparada, que el olor flota en el aire?

– Ahora se ponen a hablar tan bajo -dijo la Maga – justo cuando ya no hace falta.

«Tu parles», pensó Oliveira.

– ¿El olor? -murmuraba Ronald-. Yo no siento ningún olor.

– Bueno, ya van a ser las tres -dijo Etienne sacudiéndose como si tuviera frío-. Ronald, haré un esfuerzo, Horacio no será un genio pero es fácil sentir lo que está queriendo decirte. Lo único que podemos hacer es quedarnos un poco más y aguantar lo que venga. Y vos, Horacio, ahora que me acuerdo, eso que dijiste hoy del cuadro de Rembrandt estaba bastante bien. Hay una metapintura como hay una metamúsica, y el viejo metía los brazos hasta el codo en lo que hacía. Sólo los ciegos de lógica y de buenas costumbres pueden pararse delante de un Rembrandt y no sentir que ahí hay una ventana a otra cosa, un signo. Muy peligroso para la pintura, pero en cambio…

– La pintura es un género como tantos otros -dijo Oliveira-. No hay que protegerla demasiado en cuanto género. Por lo demás, por cada Rembrandt hay cien pintores a secas, de modo que la pintura está perfectamente a salvo.

– Por suerte -dijo Etienne.

– Por suerte -aceptó Oliveira-. Por suerte todo va muy bien en el mejor de los mundos posibles. Encendé la luz grande, Babs, es la llave que tenés detrás de tu silla.

– Dónde habrá una cuchara limpia – dijo la Maga, levantándose.

Con un esfuerzo que le pareció repugnante, Oliveira se contuvo para no mirar hacia el fondo del cuarto. La Maga se frotaba los ojos encandilada y Babs, Ossip y los otros miraban disimuladamente, volvían la cabeza y miraban otra vez. Babs había iniciado el gesto de tomar a la Maga por un brazo, pero algo en la cara de Ronald la detuvo. Lentamente Etienne se enderezó, estirándose los pantalones todavía húmedos. Ossip se desencajaba del sillón, hablaba de encontrar su impermeable. «Ahora deberían golpear en el techo», pensó Oliveira cerrando los ojos. «Varios golpes seguidos, y después otros tres, solemnes. Pero todo es al revés, en lugar de apagar las luces las encendemos, el escenario está de este lado, no hay remedio.» Se levantó a su vez, sintiendo los huesos, la caminata de todo el día, las cosas de todo ese día. La Maga había encontrado la cuchara sobre la repisa de la chimenea, detrás de una pila de discos y de libros. Empezó a limpiarla con el borde del vestido, la escudriñó bajo la lámpara. «Ahora va a echar el remedio en la cuchara, y después perderá la mitad hasta llegar al borde de la cama», se dijo Oliveira apoyándose en la pared. Todos estaban tan callados que la Maga los miró como extrañada, pero le daba trabajo destapar el frasco, Babs quería ayudarla, sostenerle la cuchara, y a la vez tenía la cara crispada como si lo que la Maga estaba haciendo fuese un horror indecible, hasta que la Maga volcó el líquido en la cuchara y puso de cualquier manera el frasco en el borde de la mesa donde apenas cabía entre los cuadernos y los papeles, y sosteniendo la cuchara como Blondin la pértiga, como un ángel al santo que se cae a un precipicio, empezó a caminar arrastrando las zapatillas y se fue acercando a la cama, flanqueada por Babs que hacía muecas y se contenía para mirar y no mirar y después mirar a Ronald y a los otros que se acercaban a su espalda, Oliveira cerrando la marcha con el cigarrillo apagado en la boca.

– Siempre se me derrama la mi… -dijo la Maga, deteniéndose al lado de la cama.

– Lucía -dijo Babs, acercando las dos manos a sus hombros, pero sin tocarla.

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