Читаем Rayuela полностью

El líquido cayó sobre el cobertor, y la cuchara encima. La Maga gritó y se volcó sobre la cama, de boca y después de costado, con la cara y las manos pegadas a un muñeco indiferente y ceniciento que temblaba y se sacudía sin convicción, inútilmente maltratado y acariciado.

– Qué joder, hubiéramos tenido que prepararla -dijo Ronald-. No hay derecho, es una infamia. Todo el mundo hablando de pavadas, y esto, esto…

– No te pongás histérico -dijo Etienne, hosco-. En todo caso hacé como Ossip que no pierde la cabeza. Buscá agua colonia, si hay algo que se le parezca. Oí al viejo de arriba, ya empezó otra vez.

– No es para menos -dijo Oliveira mirando a Babs que luchaba por arrancar a la Maga de la cama-. La noche que le estamos dando, hermano.

– Que se vaya al quinto carajo -dijo Ronald -. Salgo afuera y le rompo la cara, viejo hijo de puta. Si no respeta el dolor de los demás…

– Take it easy -dijo Oliveira-. Ahí tener tu agua colonia, tomá mi pañuelo aunque su blancura dista de ser perfecta. Bueno, habrá que ir hasta la comisaría.

– Puedo ir yo -dijo Gregorovius, que tenía el impermeable en el brazo.

– Pero claro, vos sor de la familia -dijo Oliveira.

– Si pudieras llorar -decía Babs, acariciando la frente de la Maga que había apoyado la cara en la almohada y miraba fijamente a Rocamadour-. Un pañuelo con alcohol, por favor, algo para que reaccione.

Etienne y Ronald empezaban a afanarse en torno a la cama. Los golpes se repetían rítmicamente en el cielo raso, y cada vez Ronald miraba hacia arriba y en una ocasión agitó histéricamente el puño. Oliveira había retrocedido hasta la estufa y desde ahí miraba y escuchaba. Sentía que el cansancio se le había subido a babuchas, lo tironeaba hacia abajo, le costaba respirar, moverse. Encendió otro cigarrillo, el último del paquete. Las cosas empezaban a andar un poco mejor, por lo pronto Babs había explorado un rincón del cuarto y después de fabricar una especie de cuna con dos sillas y una manta, se confabulaba con Ronald (era curioso ver sus gestos por encima de la Maga perdida en un delirio frío, en un monólogo vehemente pero seco y espasmódico), en un momento dado cubrían los ojos de la Maga con un pañuelo («si es el del agua colonia la van a dejar ciega», se dijo Oliveira), y con una rapidez extraordinaria ayudaban a que Etienne levantara a Rocamadour y lo transportara a la cuna improvisada, mientras arrancaban el cobertor de debajo de la Maga y se lo ponían por encima, hablándole en voz baja, acariciándola, haciéndole respirar el pañuelo. Gregorovius había ido hasta la puerta y se estaba allí, sin decidirse a salir, mirando furtivamente hacia la cama y después a Oliveira que le daba la espalda pero sentía que lo estaba mirando. Cuando se decidió a salir el viejo ya estaba en el rellano, armado de un bastón, y Ossip volvió a entrar de un salto. El bastón se estrelló contra la puerta. «Así podrían seguir acumulándose las cosas», se dijo Oliveira dando un paso hacia la puerta. Ronald, que había adivinado, se precipitó enfurecido mientras Babs le gritaba algo en inglés. Gregorovius quiso prevenirlo pero ya era tarde. Salieron Ronald, Ossip y Babs, seguidos de Etienne que miraba a Oliveira como si fuese el único que conservaba un poco de sentido común.

– Andá a ver que no hagan una estupidez -le dijo Oliveira-. El viejo tiene como ochenta años, y está loco.

– Tous des cons! -gritaba el viejo en el rellano-. Bande de tueurs, si vous croyez que ça va se passer comme ça! Des fripouilles, des fainéants. Tas d’enculés!

Curiosamente, no gritaba demasiado fuerte. Desde la puerta entreabierta, la voz de Etienne volvió como una carambola: «Ta gueule, pépère.» Gregorovius había agarrado por un brazo a Ronald, pero a la luz que alcanzaba a salir de la pieza Ronald se había dado cuenta de que el viejo era realmente muy viejo, y se limitaba a pasearle delante de la cara un puño cada vez menos convencido. Una o dos veces Oliveira miró hacia la cama, donde la Maga se había quedado muy quieta debajo del cobertor. Lloraba a sacudidas, con la boca metida en la almohada, exactamente en el sitio donde había estado la cabeza de Rocamadour. «Faudrait quand même laisser dormir les gens», decía el viejo. «Qu’est-ce que ça me fait, moi, un gosse qu’a claqué? C’est pas une façon d’agir, quand même, on est à Paris, pas en Amazonie.» La voz de Etienne subió tragándose la otra, convenciéndola. Oliveira se dijo que no sería tan difícil llegarse hasta la cama, agacharse para decirle unas palabras al oído a la Maga. «Pero eso yo lo haría por mí», pensó. «Ella está más allá de cualquier cosa. Soy yo el que después, dormiría mejor, aunque no sea más que una manera de decir. Yo, yo, yo. Yo dormiría mejor después de besarla y consolarla y repetir todo lo que ya le han dicho éstos.»

– Eh bien, moi, messieurs, je respecte la douleur d’une mère -dijo la voz del viejo-. Allez, bonsoir messieurs, dames.

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