Читаем Retorno de las estrellas полностью

Hice lo mismo que ella. El sabor del bon no me recordaba nada de lo que había comido en mi vida. Al morder, era crujiente como una galleta, pero en seguida se deshacía y derretía en la lengua; la masa marrón de que estaba relleno era muy picante. Pensé que no me costaría acostumbrarme a los bones.

— ¿Quieres más? — pregunté cuando hubo terminado. Ella sonrió y negó con la cabeza. Al salir, metió un momento las manos en un pequeño nicho embaldosado que despedía vapor.

La imité. Un viento cosquilleante me rodeó los dedos; cuando retiré las manos, estaban secas y limpias.

Entonces subimos por una escalera automática. Yo ignoraba si aún continuábamos en la estación, pero me avergonzaba preguntarlo. Me condujo hasta una pequeña cabina practicada en la pared; no estaba muy iluminada y tuve la impresión de que encima pasaban trenes, ya que el suelo temblaba. Durante una décima de segundo reinó la oscuridad, algo respiró profundamente bajo nuestros pies, como si un monstruo metálico vaciara sus pulmones, y entonces volvió a haber luz y la muchacha empujó la puerta.

Era realmente una calle. Estábamos completamente solos. Al borde de ambas aceras crecían pequeños arbustos podados; un poco más lejos había una apretada hilera de vehículos negros y aplanados. Un hombre salió de la sombra y se metió en uno de ellos; no le vi abrir ninguna puerta, desapareció simplemente y, sin embargo, el vehículo partió a tal velocidad, que el hombre debía ir casi echado en el asiento. No vi ninguna casa, sólo una carretera lisa, cubierta de franjas de metal mate; en los cruces temblaban luces rojas y anaranjadas, que pendían sobre el empedrado y recordaban un poco los modelos de reflectores del tiempo de la guerra.

— ¿Adonde vamos? — inquirió la muchacha, que seguía apoyándose en mi brazo. Aminoró el paso. Un rayo de luz roja le cruzó la cara.

— A donde tú quieras.

— Entonces iremos a mi casa. No vale la pena tomar un glider; estamos muy cerca.

Seguimos andando. Tampoco allí se veía ninguna casa, y el viento, que venía de la oscuridad reinante detrás de los arbustos, soplaba como si nos halláramos en un espacio libre.

¿Alrededor de la estación, directamente al centro? Se me antojó algo singular. El viento llevaba consigo un ligero aroma de flores, que aspiré con avidez. ¿Lilas? No, no era de lilas.

Entonces encontramos una acera deslizante y nos colocamos en ella; una pareja cómica.

Las luces se quedaban atrás, muchas veces nos pasaba algún vehículo como metal negro fundido: no tenían ventanillas ni ruedas, ni siquiera faros, y, sin embargo, iban a una velocidad extraordinaria, como ciegos. Las luces movibles salían de hendiduras estrechas y verticales, practicadas en el suelo. No pude averiguar si tenían algo que ver con el tráfico y su regulación.

Por el cielo invisible sonaba de vez en cuando un pitido lastimero. De pronto la muchacha bajó de la acera rodante, para subir en seguida a otra que ascendía abruptamente. De improviso me encontré muy arriba; el recorrido duró tal vez medio minuto y terminó en una galería llena de flores perfumadas, como si hubiéramos llegado a la terraza o al balcón de una casa oscura. La muchacha entró en esta galería. Yo, acostumbrado ya a la oscuridad, vislumbré con los ojos de un ave nocturna las grandes siluetas de las casas contiguas; no tenían ventanas, estaban muertas. No había luces pequeñas, ni llegaba hasta mí el menor ruido, aparte del rumor causado por el paso de los vehículos negros que circulaban por la calle. Me asombraba esta oscuridad intencionada, como también la falta de anuncios tras la orgía de neones de la estación.

Pero no tuve tiempo para reflexionar.

— Ven, ¿dónde estás? — le oí decir en un murmullo. Sólo veía la mancha blanca de su rostro.

Rozó la puerta con la mano, y la puerta se abrió, pero no conducía a la vivienda, y el suelo acompañó nuestros pasos.

«Aquí no hay modo de caminar — pensé —. Resulta cómico que aún tengan piernas.» Pero se trataba de una ironía inútil, debida a mi desconcierto constante y a la sensación de irrealidad que no me abandonaba desde hacía muchas horas.

Nos hallábamos en un gran pasillo o corredor, ancho y casi oscuro — sólo brillaban los ángulos de la pared, con rayas de color luminoso —. En el punto más oscuro, la muchacha volvió a posar la mano extendida sobre la pequeña placa de metal de la puerta, y entró delante de mí.

Pestañeé: el recibidor, fuertemente iluminado, estaba casi vacío. Ella fue hacia la puerta siguiente; cuando yo me acerqué a la pared, ésta se abrió de repente y mostró una concavidad, llena de botellas metálicas. Fue tan inesperado que retrocedí involuntariamente.

— No asustes a mi armario — dijo ella, ya desde otra habitación.

La seguí.

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