De nuevo esta oscuridad. ¿De quién hablaba? ¿Qué era lo que no tenía? ¿Padres?
¿Amante? ¿Amigos? Abs tenía razón al decir que no conseguiría arreglármelas sin ocho meses en el ADAPT. Pero ahora quería mucho menos que antes volver contrito a la escuela.
— ¿Y qué más? — pregunté, y como aún tenía el vaso en la mano, tomé otro trago de aquella leche. Los labios de Nais dibujaron una sonrisa burlona. Apuró su vaso, tiró de la aterciopelada cobertura de su hombro y la desgarró; no se desabrochó ni se desnudó, sino que simplemente fue tirando hacia abajo y soltó los jirones como si fueran basura.
— Al fin y al cabo, ya nos conocemos un poco — me dijo. Parecía más libre. Sonrió. Había momentos en que era maravillosamente bella, sobre todo cuando pestañeaba y su labio inferior dejaba ver los dientes brillantes. Su rostro tenía algo de egipcio. Una gata egipcia. El cabello algo más que negro; y cuando arrancó el terciopelo de los hombros y el pecho, vi que no era tan delgada como me pareció al principio. Pero ¿por qué se había desgarrado el vestido? ¿Acaso tenía un significado? — . ¡Ahora habla tú! — exclamó, mirándome por encima del vaso.
— Está bien — contesté, y me sentí tan nervioso como si de mis palabras dependiera Dios sabe qué —. Era…, era piloto. La ultima vez que estuve aquí…, ¡no te asustes!
— No. ¡Habla!
Sus ojos brillaban de atención.
— Hace ciento veintisiete años. Yo tenía treinta, entonces. La expedición… Era piloto de la expedición a Fomalhaut. Una distancia de veintitrés años luz. Entre ida y vuelta, volamos ciento veintisiete años en tiempo de la Tierra y diez años en tiempo de a bordo. Hemos regresado hace cuatro días… El Prometeo, mi nave, se quedó en la Luna. Hoy he llegado de allí. Eso es todo.
Me miró. No dijo nada. Sus labios se movieron, se abrieron y volvieron a cerrarse. ¿Qué había en sus ojos? ¿Asombro? ¿Admiración? ¿Temor?
— ¿Por qué no dices nada? — pregunté. Tuve que carraspear.
— Y… así, ¿cuántos años tienes realmente?
Sonreí, pero no fue una sonrisa amable.
— ¿Qué significa «realmente»? Biológicamente, tengo cuarenta años, pero tal como se mide el tiempo en la Tierra, ciento cincuenta y siete…
Un largo silencio, y de pronto:
— ¿Había mujeres allí?
— Espera — contesté —. ¿Tienes algo de beber?
— ¿Cómo dices?
— Algo fuerte, ya sabes. Alcohol…, ¿o es que ya no se bebe?
— Muy contadas veces… — repuso en voz baja, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte. Dejó caer lentamente las manos, que tocaron el azul metálico de su vestido —. Te daré…
angheno, ¿quieres? ¡Oh, claro, no sabes qué es!
— No, no lo sé — respondí con inesperada terquedad. Ella fue hacia el bar y volvió con una botella pequeña y panzuda. Me sirvió un poco. Tenía algo de alcohol, no mucho, pero sí algo, y el sabor era singular, muy seco —. No te enfades — dije, apurando el vaso y sirviéndome otra vez.
— No me enfado. Aún no me has respondido. ¿Acaso no quieres?
— ¿Por qué no? Voy a hacerlo. En total éramos veintitrés, en dos naves. La segunda nave se llamaba Ulises. Cada una tenía cinco pilotos y el resto eran científicos. No había ninguna mujer.
— ¿Por qué?
— A causa de los niños — expliqué —. No es posible criar niños en semejantes naves. Y aunque lo fuera, a nadie le gustaría. No se puede volar hasta que se han cumplido treinta años. Hay que tener dos carreras y cuatro años de entrenamiento, doce en total. En resumen, las mujeres ya suelen tener hijos a los treinta años. Y además había… otras consideraciones.
— ¿Y tú? — interrogó.
— Yo estaba solo. Elegían hombres solteros. Bueno…, voluntarios.
— ¿Y tú querías ir?
— Sí, claro.
— Y sin…
Enmudeció. Sabía qué quería decir, pero callé.
— Debe de ser terrible… volver así… — dijo casi en un murmullo. Se estremeció. Entonces me miró de repente, con las mejillas cubiertas de rubor —. Escucha, lo que he dicho antes era una broma, de verdad…
— ¿A propósito de los cien años?
— Sí. Sólo lo he dicho por decir algo, no tenía ninguna…
— Cállate — murmuré —. Más disculpas como ésta y sentiré de verdad el peso de todo este tiempo.
Guardó silencio. Procuré no mirarla. En el interior de la segunda e inexistente habitación cantaba sin ruido una gigantesca cabeza de hombre; sólo veía una garganta rojiza, temblorosa por el esfuerzo, y unas mejillas relucientes. Todo el rostro se movía a un ritmo inaudible.
— ¿Qué harás? — inquirió ella en voz baja.
— No lo sé, todavía no lo sé.
— ¿De modo que no tienes planes?
— No. Dispongo de… una especie de prima, ¿sabes? Por todo este tiempo. La depositaron a mi nombre en el banco cuando despegamos… ni siquiera sé a cuánto asciende. No sé absolutamente nada. Escucha…, ¿qué significa Kawut?
— ¿Kawuta? — corrigió ella —. Es… como un estudio, plastificar, nada especial en sí, pero muchas veces ayuda a entrar en el real…
— Ya, espera…, ¿qué haces en realidad?
— Plastificar…, vaya, ¿no sabes de qué se trata?
— No.
— Cómo decírtelo…, es muy sencillo, se hacen vestidos, abrigos, en fin, todo…
— ¿ Modistería?
— ¿Qué es eso?
— ¿Coses algo?
— No te comprendo.