— Ya…, ¿y después?
— ¿Cómo, después?
— ¡La segunda vez!
Esta conversación era completamente idiota y me sentía incómodo manteniéndola, ¡pero de algo tenía que enterarme!
— ¿Después? Depende. A muchos se les da siempre brit.
— ¿Como si fueran calabazas?
— ¿Qué es eso?
— Nada. Y cuando una muchacha visita a alguien, ¿qué pasa?
— Entonces él lo bebe en su casa.
Me miró casi con compasión. Pero yo insistí:
— ¿Y si no tiene?
— ¿Brit? ¿Cómo no va a tenerlo?
— Pues porque se le haya terminado. O puede fingirlo.
De nuevo empezó a reír.
— Conque era eso…, ¿creías que guardo todas esas botellas en mi casa?
— ¿Ah, no? ¿Dónde, entonces?
— No tengo la menor idea de su procedencia. ¿Había en tu tiempo cañerías de agua?
— Sí — contesté de mal humor. Claro, también era posible que no las hubiera; quizá yo había subido al cohete directamente desde la selva. Estuve furioso unos momentos, pero me dominé en seguida; al fin y al cabo, no era culpa suya.
— En tal caso, ya sabías el camino que sigue el agua antes de…
— Ya entiendo, no hace falta que termines la frase ¿De modo que se trata de una medida de precaución tan importante? ¡Muy cómico!
— No me lo parece en absoluto — replicó —. ¿Qué es eso tan blanco que llevas debajo de la chaqueta de lana?
— Una camisa.
— ¿Qué es eso?
— ¿No has visto nunca una camisa? Es ropa blanca, de nylon.
Me subí la manga y se la enseñé.
— Interesante — opinó.
— Otra costumbre — repliqué, desorientado. De hecho, en el ADAPT me habían aconsejado que no me vistiera como cien años atrás, pero yo no hice caso. Era preciso reconocer que tenían razón: para mí el brit era lo mismo que para ella una camisa. Al fin y al cabo, nadie obligaba a la gente a llevar camisa y, sin embargo, todos la llevaban. Con el brit pasaba lo mismo —. ¿Cuánto dura el efecto del brit? — quise saber.
Se ruborizó un poco.
— ¿Tanta prisa tienes? Aún no lo sabemos seguro.
— No he dicho nada malo — me defendí —. Sólo quería saber… ¿Por qué me miras así? ¿Qué tienes? ¡Nais!
Se levantó con lentitud. Se quedó detrás del respaldo.
— ¿Cuánto tiempo has dicho? ¿Ciento veinte años?
— Ciento veintisiete. ¿Por qué?
— ¿Fuiste…, fuiste… betrizado?
— ¿Qué es eso?
— ¿Lo fuiste o no?
— No tengo la menor idea de qué es eso. Nais…, ¿qué tienes?
— No, seguro que no — dijo en un susurro —. De otro modo lo sabrías…
Quise acercarme a ella. Levantó los dos brazos.
— ¡ No te acerques! ¡No! ¡ No! ¡Te lo ruego!
Retrocedió hasta la pared.
— Tú misma has dicho que el brit…, ya me siento. Mira, ya estoy sentado, tranquilízate.
¿Qué es esta historia del be…? ¿Cómo era?
— No lo sé con exactitud. Pero se betriza a todo el mundo. En seguida después del nacimiento.
— ¿Cómo?
— Se les inyecta algo en la sangre.
— ¿A todos?
— Sí. Porque…, sin eso, el brit… no produce efecto alguno. ¡No te muevas!
— No seas ridícula. — Apagué el cigarrillo —. No soy una fiera salvaje… No te enfades, pero me parece que aquí estáis todos un poco locos. Este brit… es como querer esposar a toda la humanidad sólo porque tal vez uno de sus miembros puede ser un ladrón. Hay que tener un poco de confianza…
— Tú sí que estás loco. — Parecía algo más repuesta, pero no se sentó —. ¿Por qué, entonces, te ha indignado tanto que reciba a extraños en mi habitación?
— Esa es otra cosa muy diferente.
— No veo la diferencia. ¿Así que es seguro que no te betrizaron?
— Seguro que no.
— ¿Y ahora? ¿Después de tu regreso?
— No tengo idea. Me pusieron diversas inyecciones. ¿Por qué es tan importante?
— Lo es. Inyecciones, ¿eh? Me alegro. — Se sentó.
— He de pedirte algo — dije tan serenamente como pude —. Tienes que explicarme…
— ¿Qué?
— Tu miedo. ¿Temías que me lanzara sobre ti, o qué? ¡Esto no tiene sentido!
— No. Pensándolo racionalmente, no. Pero ha sido muy fuerte, ¿sabes? Como un shock.
Nunca había visto un hombre que no…
— ¿Acaso se nota?
— Ya lo creo que se nota. ¡Y cómo!
— Dímelo. ¿Corno?
Guardó silencio.
— Nais…
— Pero…
— ¿Qué pasa?
— Tengo miedo…
— ¿De decirlo?
— Sí.
— Pero ¿por qué?
— Lo comprenderías si te lo dijera. Porque, verás, el brit no puede betrizarte. El brit sólo tiene… un efecto secundario. Se trata de otra cosa. — Palideció y sus labios temblaron.
«¡Vaya mundo! — pensé —. ¡Vaya mundo éste!» — No puedo. Tengo un miedo espantoso.
— ¿De mí?
— Sí.
— Te juro…
— No, no… Te creo, pero… No. ¡No puedes comprenderlo!
— ¿Por qué no me lo explicas?
Algo en mi voz debió ayudarla a vencer su temor. Su rostro se serenó. Vi en sus ojos la magnitud del esfuerzo.
— Es… para que… no se pueda… matar.
— ¡ Increíble! ¿A las personas?
— A nadie.
— ¿Ni a los animales?
— Ni a ellos. A nadie…
Entrelazaba y separaba los dedos sin dejar de mirarme, como si con — estas palabras me hubiese liberado de una cadena invisible y entregado un cuchillo con el que podía degollarla.
— Nais — dije con voz muy queda —, Nais, no tengas miedo. De verdad… no tienes nada que temer.
Trató de sonreír.
— Escucha…
— Dime.
— ¿No has sentido nada?
— ¿Qué debía sentir?
— Imagínate que haces lo que acabo de decirte.
— ¿Matar? ¿Quieres que lo imagine?
Se estremeció.
— Sí…
— Bien, ¿y qué?
— ¿No sientes nada?