Las manos en los bolsillos, oscuridad, pasos largos y firmes. Inspiré al aire fresco con avidez, sentí aletear las ventanas de mi nariz y palpitar lentamente el corazón, bombeando sangre. Por los lisos carriles del arroyo pasaban luces, que eran absorbidas por vehículos silenciosos; no había un solo transeúnte. Entre las siluetas negras vi un letrero luminoso. «Tal vez un hotel», pensé. Pero se trataba de una acera iluminada. Me dejé transportar hacia arriba.
Sobre mi cabeza pasaron las vigas blancuzcas de unas construcciones; en alguna parte de la lejanía, sobre los perfiles negros de los edificios, ondeaban rítmicamente las letras luminosas de un periódico. De pronto la acera entró conmigo en una habitación iluminada y desapareció.
Unos anchos peldaños llevaban hacia abajo, plateados como una cascada silenciosa. La soledad me ponía nervioso; desde que dejara a Nais no había visto una sola persona. La cinta rodante era muy larga. Abajo refulgía una calle muy ancha, a ambos lados se abrían pasajes entre las casas; bajo un árbol de follaje azul — quizá no era un árbol verdadero — vi una pareja, me acerqué y la pasé de largo. Se estaban besando. Me deslicé hacia unos apagados sonidos musicales: algún restaurante nocturno o un bar, al que nada separaba de la calle. Había en él unas cuantas personas. Decidí entrar y preguntar por el hotel. De improviso choqué con todo el cuerpo contra un obstáculo invisible. Era un cristal totalmente transparente. La entrada estaba al lado. Dentro alguien se echó a reír, señalándome a su acompañante. Entré. Un hombre que vestía un jersey negro — parecido a mi chaqueta de punto, pero provisto de un cuello voluminoso — estaba sentado ante una mesa.
Tenía un vaso en las manos y me miraba. Me detuve ante él. La risa se desvaneció de sus labios aún entreabiertos. Me quedé allí, en medio del silencio. Sólo la música seguía sonando, como detrás de una pared. Una mujer emitió un débil y extraño sonido; miré a mi alrededor, a los rostros impasibles, y me marché. Hasta que estuve en la calle no me acordé de que quería preguntar por un hotel.
Entré en un pasaje. Estaba lleno de escaparates: agencias de viaje, tiendas de deportes, maniquíes en diversas posiciones. En realidad no eran escaparates; todo se encontraba en la calle, a ambos lados de la acera elevada, que se deslizaba por el centro. Un par de veces tomé por personas las sombras que se movían en el fondo. Una de ellas — una muñeca casi tan alta como yo, de mejillas abultadas como en una caricatura — tocaba la flauta. La contemplé largo rato. Tocaba con tanta naturalidad que sentí deseos de dirigirle la palabra. Más allá había unas salas de juego donde giraban grandes círculos multicolores, y unos tubos plateados que pendían sueltos bajo el techo, chocaban entre sí con el sonido de unas campanillas de trineo; espejos semejantes a prismas lanzaban destellos. Pero todo estaba vacío. Al final del pasaje brillaba la inscripción AQUÍ HAHAHA. Se desvaneció. Al acercarme, las palabras AQUÍ HAHAHA llamearon de nuevo y volvieron a desaparecer, como disipadas por el viento.
Cuando se encendieron otra vez, vi la entrada. La crucé bajo una cortina de aire caliente.
Dentro había dos de los coches sin ruedas, lucían algunas lámparas, y entre ellas gesticulaban muy animadamente tres hombres, como si se pelearan. Me acerqué a ellos.
— Hola.
Ni siquiera me miraron. Continuaron hablando, tan de prisa que no entendí casi nada.
«Pues bien, resuella, pues bien, resuella», piaba el más bajo, que era barrigudo. En la cabeza llevaba una gorra alta.
— Señores, estoy buscando un hotel. ¿Hay por aquí…?
No me hicieron el menor caso, como si no existiera. Me encolericé. Sin añadir nada más, me planté entre ellos. El siguiente — vi un brillo mortecino en el blanco de sus ojos y sus labios en movimiento — ceceó: «¿Qué? ¿Que resuelle? ¡Resuella tú!» Exactamente como si me hablase a mí.
— ¿Por qué se hacen los sordos? — pregunté. De pronto sonó donde yo estaba, como si saliera de mí, de mi pecho, un grito estridente. «¡Me las pagarás! ¡ Y en seguida!» Retrocedí de un salto, y el dueño de aquella voz, el gordo de la gorra, se adelantó. Quise agarrarle por el hombro, pero mis dedos le atravesaron y se cerraron en el aire. Me quedé como alelado, y ellos continuaron hablando. De pronto me pareció que alguien me contemplaba desde la oscuridad que reinaba más arriba de los coches; me acerqué al límite de la luz y vi manchas pálidas, rostros; por lo visto arriba había una especie de terraza.
Deslumbrado, no veía muy bien, pero lo suficiente para comprender el espantoso ridículo en que me había puesto.