¿Era todavía arquitectura o ya una ingeniería de las montañas? Debían haber comprendido que al traspasar ciertos límites es preciso renunciar a la simetría, a la forma proporcionada y sólo se puede aprender de lo gigantesco; ¡dóciles alumnos de los planetas!
Seguí la orilla del lago. El coloso casi parecía guiarme con su vuelo inmóvil y centelleante. Sí, desde luego era osado planear semejante estructura y darle el horror de un abismo y la brutalidad y aspereza de las simas y las altas cumbres sin caer en una imitación mecánica, sin perder algo, sin falsear. Volví al muro de árboles. El azul pálido de la terminal se iba ennegreciendo y aún aparecía entre las ramas, pero en seguida quedó oculto tras la espesura. Aparté con ambas manos las zarzas cimbreantes, las espinas se clavaban en mi chaqueta de lana y me arañaban los pantalones, y un rocío sacudido desde arriba cayó como una lluvia sobre mi rostro.
Me metí un par de hojas en la boca y las mastiqué; eran jóvenes, amargas, y por primera vez desde mi regreso pensé que ya no quería, ni buscaba, ni necesitaba nada más, era suficiente caminar a ciegas por la oscuridad de esta susurrante espesura. ¿Fue así como lo había imaginado durante diez años?
Los arbustos se dividieron. Una avenida pequeña y tortuosa. Diminutos guijarros crujían bajo mis pies, despidiendo una luz débil; me gustaba más la oscuridad. Seguí andando, precisamente hacia donde se dibujaba, bajo una estructura pétrea y redonda, una silueta humana. No sabía la procedencia de la luz que la rodeaba. El lugar estaba desierto, con bancos todo alrededor, sillones pequeños, una mesa volcada y una arena más profunda y densa en la que se hundían mis piernas, y cuyo calor sentía pese al frescor de la noche.
Bajo la bóveda, que descansaba sobre columnas rotas y tambaleantes, había una mujer que parecía estar esperándome. Ya veía su rostro y unas trémulas chispas en los pequeños discos de brillantes que cubrían sus orejas, y su vestido blanco, que en la sombra refulgía como la plata. No era posible. ¿Un sueño? Me hallaba escasamente a unas docenas de pasos de ella cuando empezó a cantar. Bajo los árboles ciegos su voz sonaba débil, casi infantil, y yo no comprendía las palabras…, tal vez no había. Tenía la boca entreabierta, como si quisiera beber, y en su expresión no había ninguna señal de esfuerzo, nada que no fuera deleite, como si viese algo que nadie puede ver y le dedicase una canción. Tuve miedo de que me viera y acorté el paso. Ahora ya me encontraba en la franja de la luz que rodeaba la estructura de piedra.
Su voz adquirió más fuerza, invocaba a la oscuridad, inmóvil, con los brazos caídos, como si se hubiera olvidado de sí misma, como si no tuviera nada más que la voz con la que paseaba y en la que se perdía; parecía que iba a expresarlo todo, renunciar a todo y despedirse con la conciencia de que con el último tono lánguido no sólo se extinguiría la canción. Yo no sabía si tal cosa era posible.
Enmudeció, y yo continué oyendo su voz. De improviso oí detrás de mí unos pasos ligeros: una muchacha corría hacia la mujer, seguida de otra persona; bajó los escalones con una risa breve y gutural, pasó a través de la mujer y se alejó corriendo. El hombre que la seguía pasó junto a mí como una silueta negra y ambos desaparecieron. Oí por segunda vez la atractiva risa de la muchacha y me quedé petrificado sobre la arena, sin saber si reír o llorar; la cantante inexistente tarareaba en voz baja. No quería oírla. Volví a la oscuridad con el rostro crispado, como un niño a quien acaban de demostrar la falsedad de un cuento.
Equivalía a una profanación. Me alejé, y su voz continuó persiguiéndome.
Doblé un recodo de la avenida y vi el débil fulgor de los setos vivos; húmedas guirnaldas de hojas colgaban sobre una verja de metal. La abrí. Daba la impresión de que allí había más luz. Los setos terminaban junto a una gran pradera de cuya hierba se levantaban bloques de piedra; uno de éstos se movió, se irguió, y vislumbré las pálidas llamas de dos ojos. Me quedé como petrificado. Era un león.
Se levantó pesadamente, primero sobre las patas delanteras; ahora veía todo su cuerpo, sólo a cinco pasos de mí; tenía una melena rala y sucia. Se enderezó con dos lánguidos movimientos de hombros y, sin el menor ruido, empezó a dirigirse hacia mí.
Yo ya me había repuesto. «Vamos, vamos, no pretendas inspirarme miedo», me dije. No podía ser auténtico; sería un fantasma, como mi cantante, como la gente que había visto junto a los coches negros. Abrió las fauces, en cuya oscuridad centellearon los colmillos, con el ruido de un cerrojo. A un solo paso de distancia, sentí su aliento fétido…
Resopló, salpicándome con gotas de saliva, y sin darme tiempo a horrorizarme, me rozó las caderas con su enorme cabeza, ronroneó, se frotó contra mí, y sentí un estúpido cosquilleo en el pecho…