Me rozaba con la piel gruesa y colgante de la papada. Sin darme apenas cuenta, empecé a empujarle y estirarle de los pelos. El incrementó su ronroneo. A sus espaldas aparecieron los ojos brillantes de otro león, no, de una leona, que le empujó con el hombro. De la garganta del león surgió un gruñido, no un rugido, y trató de alejar a la leona con la pata. Ella no se apartó, y resopló con furia.
«Esto acabará mal», pensé. Iba desarmado, y los leones eran tan auténticos y reales como los que había conocido. Sentía el penetrante olor de sus cuerpos. La leona seguía resoplando y el león desasió de pronto de mis manos su tosca melena, volvió hacia ella su enorme cabeza y rugió; la leona se tendió en el suelo.
«Ahora me largo» les dije sin voz, sólo con los labios. Empecé a retroceder lentamente hacia la verja; el momento no era nada agradable. Pero el león parecía haberse olvidado de mí. Se tendió pesadamente, de nuevo parecido a un bloque de piedra, y la leona se quedó junto a él, empujándole con el hocico.
Cuando hube cerrado la verja tras de mí, tuve que luchar contra el pánico con todas mis fuerzas. Tenía la garganta seca y las rodillas temblorosas. De pronto mi carraspeo se convirtió en una risa demente cuando recordé que le había dicho: «Vamos, vamos, no pretendas inspirarme miedo», firmemente convencido de que se trataba de una ilusión.
Las copas de los árboles se dibujaban en el cielo cada vez con más precisión; amanecía.
Me alegraba no saber cómo saldría del parque, que entretanto se había quedado totalmente vacío. Pasé junto a la estructura redonda donde antes se me apareciera la cantante; en la próxima avenida encontré un robot que recortaba el césped. No sabía nada de un hotel, pero me indicó el camino del siguiente ascensor. Subí un par de pisos y me asombré al salir a una calle del plano inferior, donde volvía a tener el cielo sobre mi cabeza.
En cualquier caso, mi capacidad de asombro ya estaba agotada. Había visto demasiadas cosas. Caminé un rato más, y recuerdo que me senté junto a un surtidor, que tal vez no lo era.
Volví a levantarme y seguí caminando a la luz del amanecer hasta que frente a mi vista rígida fulguraron unos grandes cristales luminosos que anunciaban con letras de fuego: ALCARON HOTEL.
En la blanca recepción, que recordaba la bañera volcada de un gigante, había un robot estilizado y medio transparente, de largos y delgados brazos. Sin preguntarme nada, me alargó un libro, yo me inscribí en él y subí en el ascensor, provisto de una pequeña tarjeta triangular. Alguien — ignoro realmente quién — me ayudó a abrir la puerta, o mejor dicho, la abrió por mí. Paredes de hielo, en las que circulaban minúsculas llamas. Cuando me acerqué a la ventana, un asiento surgido de la nada se situó tras de mí. De arriba cayó una superficie plana, que se convirtió en una mesa. Pero lo que yo quería era una cama. No la encontré ni traté de buscarla. Me tendí sobre la alfombra de espuma y me dormí inmediatamente a la luz artificial de aquella habitación sin ventanas, ya que lo que al principio tomara por una ventana era, naturalmente, una pantalla de televisión, por lo que me adormecí con la impresión de que tras la placa de cristal un rostro gigantesco hacía muecas, meditaba sobre mí, reía, hablaba, disparataba… El sueño me liberó como la muerte: incluso el tiempo se detuvo en él.
II
Me palpé el pecho con los ojos todavía cerrados: llevaba puesta la chaqueta de punto; si había dormido sin desnudarme, significaba que tenía guardia. «¡Olaf!», quise gritar, y me incorporé de repente.
Esto era un hotel y no el Prometeo. Lo recordé todo: el laberinto de la estación, la muchacha y su temor, las rocas azules de la terminal sobre el lago negro, la cantante, los leones…
Mientras buscaba el cuarto de baño, encontré la cama por casualidad: estaba en la pared y cayó como un cuadrado nacarado y mórbido cuando apreté un determinado lugar. En el cuarto de baño no había bañera ni grifo alguno, nada, sólo placas luminosas en el techo y una pequeña concavidad — tapizada de espuma — para los pies. No parecía existir una ducha. Me sentí como un hombre de Neandertal.
Me desnudé rápidamente y me quedé con la ropa en la mano, porque no había ninguna percha: sólo un armarito en la pared, por lo que lo tiré todo dentro. Al lado, tres botones: azul, rojo y blanco. Apreté el blanco: la luz se extinguió. Entonces pulsé el rojo. Algo rumoreó, no agua, sino una ráfaga de viento que olía a ozono y a algo más: me envolvió completamente, sobre la piel centellearon gotas espesas y luminosas que se convirtieron en espuma y se volatilizaron; no sentí ninguna humedad, sólo una gran cantidad de agujas blandas y eléctricas que dieron masaje a mis músculos. Para probar, apreté el botón azul, y el viento cambió y fue como si me penetrara: una sensación extremadamente singular.