Читаем Retorno de las estrellas полностью

Todo era igual que la víspera; pero en mí se extinguía todo cuando pensaba en la noche.

Porque no quería aquello, no lo quería así. Cuando no la miraba, sentía sus ojos fijos en mí.

Traté de adivinar el significado de su ceño nuevamente fruncido y sus miradas ausentes; y de pronto — no sé cómo ni por qué, fue como si alguien me hubiera abierto el cráneo —, lo comprendí todo. Sentí deseos de golpearme la cabeza con los puños. ¡Qué estúpido egoísta era, qué cerdo insensible! Me quedé quieto, aturdido, con esta tormenta rugiendo en mi interior. De improviso la frente se me perló de sudor y me sentí muy débil.

— ¿Qué tienes? — preguntó ella.

— Eri — dije con voz ronca —, yo… no he comprendido hasta ahora, ¡te lo juro! que has venido conmigo porque tenías miedo de que yo…, ¿verdad que sí?

Sus ojos se abrieron llenos de asombro; me miró con atención, como si temiera un engaño, una comedia. Asintió.

Salté de la silla.

— Nos vamos.

— ¿Adonde?

— A Klavestra. Haz el equipaje. Dentro de — consulté el reloj —, dentro de tres horas estaremos allí.

No se había movido.

— ¿En serio? — interrogó.

— ¡En serio, Eri! No lo había comprendido. Sí, ya sé, parece imposible. Pero hay límites. Sí, límites. Eri, todavía no comprendo del todo cómo he podido; me he mentido a mí mismo.

Bueno, no lo sé, pero es igual, ahora ya no importa.

Hizo el equipaje ¡tan de prisa…! Todo en mí estaba roto y destrozado. Sin embargo, exteriormente parecía casi tranquilo. Cuando estábamos sentados en el coche, me dijo:

— Hal, te pido perdón.

— ¿Por qué? ¡Ah! — comprendí —. ¿Creías que yo lo sabía?

— Sí.

— Bueno. No hablemos más de ello.

Y nuevamente pisé el acelerador; a los lados pasaban casitas lilas, blancas, azules, la carretera se curvaba, aumenté más la velocidad, el tráfico era muy intenso y luego empezó a escasear, las casitas perdieron sus colores, el cielo se tino de azul oscuro, las estrellas aparecieron y nosotros corríamos en el prolongado silbido del viento.

Todo el paisaje se volvió gris; las colinas dejaron de ser abultadas y se convirtieron en siluetas, en una hilera de gibas, y la carretera, en la penumbra, era fosforescente. Reconocí las primeras casas de Klavestra, el característico recodo de la carretera, los setos. Detuve el coche frente a la entrada, entré sus cosas en el jardín bajo la baranda.

— Prefiero no entrar en la casa compréndelo.

— Sí.

No quería despedirme de ella, así que me limité a dar media vuelta. Ella rozó mi mano; me estremecí como si me hubiera quemado.

— Hal, gracias…

— No digas nada. Por el amor de Dios, no hables.

Me alejé corriendo, salté al coche y pisé el acelerador. El ruido del motor pareció calmarme durante un rato. Llegué a la recta sobre dos ruedas. Era para reír. Naturalmente, ella tenía miedo de que la matara; había presenciado cómo intentaba matar a Olaf, que era totalmente inocente, y sólo por esto, porque él no me permitía… ¡Oh, no importaba…, no importaba! Grité solo en el coche, podía hacer lo que quisiera, el motor cubría mi demente furia… y una vez más ignoro en qué momento supe lo que tenía que hacer. Una vez más — como antes — me invadió la paz. No la misma, claro. Porque el hecho de que hubiera aprovechado tan vulgarmente la situación y la hubiese obligado a ella a seguirme, y todo hubiese ocurrido sólo por este motivo… era lo peor de todo cuanto podía imaginarme, pues me robaba incluso los recuerdos, los pensamientos sobre nuestra noche… sencillamente todo. Yo mismo la había destruido con mis propias manos por medio de un egoísmo ilimitado, de una ceguera que no me dejaba ver lo más visible y evidente; desde luego ella no había mentido cuando dijo que no tenía miedo de mí. Tampoco temía por ella, claro. Sólo por él.

Tras las ventanillas pasaban volando pequeñas luces, quedaban atrás, se desvanecían; la comarca era indescriptiblemente hermosa. Y yo, destrozado, mutilado, corría a toda velocidad sobre chirriantes neumáticos de una curva a otra, hacia el Océano Pacífico, hacia las rocas; en un momento en que el coche patinó con fuerza mayor de la esperada y rozó 'a cuneta con las ruedas del lado derecho, sentí miedo, pero sólo por una fracción de segundo; en seguida reí como un loco…, porque había tenido miedo de morir precisamente aquí, cuando me había propuesto morir en otra parte. Y esta risa se convirtió de pronto en un sollozo. «Debo hacerlo cuanto antes — pensé —, pues ahora ya no soy el mismo. Lo que me ocurra ya no es horrible, sino repugnante.» Y aún me dije algo más: que debía avergonzarme de mí mismo. Pero ahora estas palabras ya no tenían sentido ni importancia.

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