Inconveniente: si esto era cierto, entonces carecía de valor el consejo que me diera Olaf en el último momento. Me citó un aforismo del Libro Hon, que yo también conocía: «Para que la mujer sea como una llama, el hombre ha de ser como el hielo.» Así pues, veía mi única posibilidad en la noche, no en el día. No me gustaba esto y me atormentaba de forma horrible pensarlo. Pero comprendía que en el breve tiempo de que disponía, no lograría ningún contacto por medio de las palabras. Dijera lo que dijese; todo quedaría sin efecto, porque no llegaría hasta sus motivos, hasta su corto y bien justificado arranque de cólera cuando empezó a gritar: «¡…no lo quiero, no lo quiero!». También el hecho de que entonces pudiera dominarse tan pronto me parecía una mala señal.
Al atardecer sintió miedo. Traté de ser más sereno que el agua y más bajo que una brizna de hierba, como Woow, ese pequeño piloto que sabía callar más tiempo que nadie; era capaz, sin decir una palabra, de expresar con claridad lo que quería y también hacerlo.
Después de la cena — no comió nada, lo cual provocó gran alarma en mí — sentí que me Dominaba la ira, hasta el punto de que muchas veces casi la odié por culpa de mi propio tormento. Y la terrible injusticia de este sentimiento no hacía más que incrementarlo.
Nuestra primera noche verdadera, cuando, todavía muy enardecida, se durmió en mis brazos y su respiración jadeante se fue serenando con suspiros cada vez más débiles, me sentí seguro de haber vencido. Ella había luchado sin cesar, no conmigo, sino con su propio cuerpo, que ahora yo empezaba a conocer. Desde las finas uñas, dedos diminutos, palmas de las manos, pies, fui abriendo y despertando a la vida con mis besos cada una de sus pequeñas partes y curvas, penetrándolas con.mi aliento, a pesar de ella misma, con infinita paciencia y lentitud, para que las transiciones fueran apenas perceptibles.
Y cuando sentí una protesta creciente, como la muerte, me aparté, empecé a susurrarle palabras pueriles, dementes, sin sentido, callé de nuevo y sólo la acaricié, la asalté durante horas con las caricias, hasta que sentí cómo se abría, cómo su rigidez se convertía en el temblor de la última resistencia… y entonces tembló de otra manera, ya vencida, pero yo seguía esperando, sin hablar, ya que esto estaba más allá de todas las palabras. En la oscuridad sostuve sus hombros esbeltos y su pecho, el izquierdo, porque allí latía el corazón, más de prisa, cada vez más de prisa… Respiraba con fuerza, después con desesperación, y entonces — ocurrió; ni siquiera fue deseo, sino la gracia de la extinción y la fusión, una tormenta más allá de nuestros cuerpos, para que en esta violencia se fundieran en uno solo. Nuestros alientos jadeantes, nuestros ardores terminaron en un desmayo; ella gritó una vez, débilmente, con voz alta e infantil, y me abrazó.
Más tarde sus manos fueron resbalando lejos de mí, como con una gran vergüenza y tristeza, como si ella hubiese comprendido de repente cuan horribles habían sido mis subterfugios y mentiras. Y lo empecé todo de nuevo: los besos entre los dedos, los juramentos mudos, toda esta campaña de ternura y también crueldad. Todo se repitió como en un sueño oscuro y cálido. Y de improviso noté que su mano, oculta entre mis cabellos, apretaba mi cabeza contra su brazo desnudo con una fuerza que jamás habría adivinado en ella. Y entonces, agotada, respirando con rapidez, como si quisiera librarse del calor creciente y el temor repentino, se durmió. Yo permanecí inmóvil, como un muerto, tenso hasta el punto máximo, e intenté comprender si lo sucedido lo significaba todo o absolutamente nada. Poco antes de dormirme tuve la impresión de que estábamos salvados.
Y entonces llegó la paz, la gran paz, tan grande como en Kerenea cuando yacía sobre la cálida placa de lava con Arder inconsciente, pero al que veía respirar tras el cristal de su escafandra y así sabía que no todo había sido en vano. Pero ya no me quedaban fuerzas, aunque sólo fuera para abrir el grifo de su botella de repuesto; yacía como paralizado y con la sensación de que la mayor experiencia de mi vida acababa de pasar y, si ahora moría, no se produciría ningún cambio. Y esta indefensión mía era como el tácito silencio del triunfo.
Pero por la mañana todo volvió a ser igual. En las primeras horas ella seguía avergonzada, ¿o era tal vez desprecio hacia mí? Lo ignoro; quizá se despreciaba a sí misma por lo sucedido.
Hacia mediodía logré convencerla para dar un pequeño paseo. Seguimos la carretera de la gigantesca playa. El Pacífico reposaba al sol como un gigante lánguido, surcado por franjas de espuma blancas y doradas y repleto hasta el horizonte de pequeñas velas. Detuve el coche en el lugar donde terminaba la playa y aparecía un promontorio de rocas, La carretera describía allí una curva pronunciada: a un metro de distancia podían verse directamente las violentas oleadas. Luego volvimos para comer.