Era ya oscuro, la carretera estaba casi vacía, ya que por la noche no circulaba casi nadie — hasta que observé que me seguía un glider negro a no mucha distancia. Se deslizaba con ligereza y sin el menor esfuerzo, mientras yo forcejeaba con los frenos y el acelerador, porque los gliders se mantienen sobre el asfalto gracias a la fuerza de atracción o de la gravedad — el diablo lo sabe. En suma, me podía alcanzar fácilmente, pero permanecía a unos ochenta metros detrás de mí; una vez se acercó un poco más, pero volvió a reducir la marcha. En las curvas pronunciadas, donde yo barría la carretera con toda la parte posterior del coche y patinaba hacia la izquierda, él se quedaba atrás, aunque yo no creía que no pudiera mantener mi ritmo. Tal vez el conductor tenía miedo. Pero, no, claro, en él no iba ningún conductor. Y además, ¿qué me importaba a mí aquel glider?
Algo sí me importaba, pues sentía que no se mantenía tan cerca de mí sin un motivo. De pronto se me ocurrió pensar que podía ser Olaf. Olaf, quien, con toda la razón, no se fiaba en absoluto de mí, y que debía de haber esperado en los alrededores para vigilar el curso de los acontecimientos. Y al pensar que allí se encontraba mi salvador, mi viejo y querido Olaf, que una vez más no me dejaba hacer lo que yo quería, como un hermano mayor, como mi paño de lágrimas… me invadió la cólera. Durante un segundo, la ira me impidió ver la carretera.
«¿Por qué no me dejan en paz?», pensé, y empecé a exigir del coche sus últimas fuerzas, sus últimas reservas. Como si no supiera que el glider podía alcanzar el doble de mi velocidad. Y así corrimos en plena marcha, entre las colinas llenas de luces, y el penetrante silbido del viento que cortaban nuestros vehículos dejaba ya percibir el rumor creciente, gigantesco y como surgido de profundidades insondables del océano Pacífico.
«Sigue conduciendo — pensé —, conduce tranquilo. Tú no sabes lo que yo sé. Me persigues, me olfateas, no me dejas en paz… ¡Estupendo! Pero yo correré más que tú, saltaré ante tus mismas narices antes de que tengas tiempo de parpadear; hagas lo que hagas, no te servirá de nada, pues el glider no puede salirse de la carretera. De este modo, hasta en el último segundo podré tener la conciencia tranquila. Fabuloso.» Pasé por delante de la casita donde habíamos vivido; sus tres ventanas iluminadas me dijeron al pasar que no hay ningún sufrimiento que no pueda incrementarse. Y entonces llegué al trecho de la carretera que seguía paralelo al océano. Ante mi alarma, ahora el glider aumentó de pronto la velocidad y quiso adelantarme. Le corté brutalmente el paso, girando hacia la izquierda. El se quedó atrás, y continuamos maniobrando de esta manera; cada vez que intentaba adelantarme, le cerraba el paso ocupando el lado izquierdo de la carretera; creo que fueron cinco veces.
De repente, aunque yo no le dejaba sitio, empezó a adelantarme; mi coche estuvo a punto de rozar la negra y reluciente superficie del proyectil sin ventanas y al parecer sin conductor; en ese momento supe seguro que sólo podía ser Olaf, ya que nadie más se atrevería a hacer algo semejante. Pero yo no podía matar a Olaf; eso sí que no podía hacerlo. Así pues, le cedí el paso, y pensé que ahora sería él quien me lo cerrara. Pero sólo se mantuvo a unos quince metros de mi radiador. «Bueno — pensé —, no importa.» Y empecé a conducir más lentamente, con la débil esperanza de que él se alejara.
Pero no era su intención alejarse; aminoró asimismo la marcha.
Aún faltaba un kilómetro para la última curva junto a las rocas, cuando el glider disminuyó todavía más la marcha; ahora conducía por el centro, a fin de que yo no pudiera adelantarle. Pensé: «¡Tal vez ahora lo logre, ahora mismo!» Pero no había ninguna roca, sólo la arena de la playa, y el coche se habría encallado en la arena al cabo de cien metros, sin llegar siquiera al océano; no era cuestión de hacer semejante tontería. No tenía más remedio que seguir adelante.
El glider iba ahora con mayor lentitud, y observé que iba a detenerse; su carrocería negra brillaba a la luz de las señales del freno como salpicada de sangre. Intenté adelantarle con un giro repentino, pero me cerró el paso. El era más rápido y flexible que yo; al fin y al cabo, era conducido por otra máquina. La máquina siempre tiene un reflejo más rápido. Pisé el freno; demasiado tarde. Un ruido espantoso, una masa negra apretada contra el parabrisas; fui proyectado hacia delante y perdí el conocimiento.
Abrí los ojos como después de un sueño; soñaba que estaba nadando. Algo frío y húmedo me pasó por la cara, sentí manos que me sacudían, y oí una voz.
— Olaf — murmuré —, Olaf, ¿por qué? ¿Por qué?
— ¡Hal!
Me estremecí; me apoyé sobre el codo y vi el rostro de ella muy junto al mío. Cuando me senté, tan confuso que no podía pensar, ella se deslizó lentamente sobre mis rodillas, sus hombros temblaban convulsivamente, y yo aún no podía creerlo. Mi cabeza parecía tener proporciones gigantescas y estar hecha de algodón.