— Ya. Esto es desagradable — opinó Olaf, mientras se desnudaba y buscaba su bañador —.
¿Cuánto pesas? ¿Ciento diez?
— Más o menos. No hace falta que busques; llevo puesto tu bañador.
— Por todos los diablos, siempre has de meter la pezuña en todo — gruñó, y al ver que yo iba a quitarme el bañador-: Déjalo, tonto. Tengo otro en la maleta.
— ¿Cómo se gestiona un divorcio? ¿Lo sabes, por casualidad? — pregunté.
Olaf, agachado ante la maleta, me miró. Sonrió entre dientes.
— No, no lo sé. Me gustaría saber cómo me podría haber enterado. Sin embargo, oí decir que es como un estornudo. Y ni siquiera hay que brindar. ¿No existe por aquí un cuarto de baño decente, provisto de agua?
— Ni idea, pero no lo creo. Sólo los que ya conoces.
— Sí. Un chorro de aire refrescante que huele a elixir dental. Espantoso. Vamos a la piscina.
Sin agua no me siento lavado. ¿Duerme ella?
— Sí.
— Entonces, vamos.
El agua estaba fría y deliciosa. Hice un tirabuzón hacia atrás; me salió magnífico. Hasta ahora no lo había logrado nunca. Salí a la superficie resoplando y ahogándome, pues había tragado agua por la nariz.
— Cuidado — me advirtió Olaf desde el borde —, ahora tienes que ser precavido. ¿Te acuerdas de Markel?
— Sí. ¿Por qué?
— Estuvo en cuatro lunas de Júpiter llenas de amoníaco, y cuando regresó, aterrizó y salió serpenteando de su cohete, cubierto de trofeos como un árbol de Navidad, tropezó y se rompió la pierna. O sea que debes tener cuidado ahora, te lo digo yo.
— Lo tendré. El agua está terriblemente fría. Voy a salir.
— Bien hecho. Podrías pillar un resfriado. Yo no había tenido ninguno en diez años, y en cuanto llegué a la Luna, empecé a toser.
— Porque allí hay demasiada sequedad — dije con expresión muy seria. Olaf rió y me salpicó la cara de agua al saltar muy cerca de mí.
— Efectivamente, es muy seca — convino mientras nadaba —. Es una buena descripción. Seca y muy incómoda.
— Oí, me voy corriendo.
— Muy bien. Nos encontraremos para desayunar. ¿O no?
— Naturalmente.
Corría hacia arriba, secándome por el camino. Ante la puerta, contuve el aliento y miré hacia dentro con cuidado. Continuaba dormida. Aproveché la oportunidad y me vestí con rapidez. Incluso pude afeitarme en el cuarto de baño.
Entonces volví a asomarme a la habitación; me pareció que se había movido. Cuando me acerqué a la cama de puntillas, abrió los ojos.
— ¿He… dormido… aquí?
— Sí, sí, Eri.
— Me ha parecido que alguien…
— Sí, Eri…, he… sido yo.
Me miró largo rato, como si lo estuviera recordando todo lentamente. Al principio abrió mucho los ojos — ¿de asombro? — , y después los cerró, volvió a abrirlos, miró a hurtadillas, muy de prisa, pero no tanto como para que yo no lo advirtiera, bajo la sábana, y me mostró su rostro ruborizado.
Carraspeé.
— Quiere? ir a tu habitación, ¿verdad? Entonces me voy…
— No — dijo —, llevo puesta la bata. — Cerró el escote y se sentó en la cama —. ¿Es así… ya… realmente?
— preguntó en voz baja y un tono como si se despidiera de algo.
Guardé silencio.
Ella se levantó, recorrió la habitación y volvió a mi lado. Levantó la vista y me miró a la cara; en sus ojos había una pregunta, una inseguridad y otra cosa que yo no sabía adivinar.
— Señor Bregg…
— Me llamo Hal. Es mi… nombre de pila…
— Se…, Hal, yo…
— ¿Sí?
— Yo… realmente no sé… querría…
— ¿Qué?
— Bueno…, él…
¿No podía o no quería decir «mi marido»?
— …Vuelve pasado mañana.
— ¿Y qué?
— ¿Qué pasará entonces?
Tragué saliva.
— ¿Debo hablar con él? — pregunté.
— ¿Cómo?
Ahora fui yo quien la miró confundido, sin comprender.
— Ayer… dijo usted…
Me quedé esperando.
— …Que… me llevaría consigo.
— Sí.
— ¿Y él?
— ¿No debo hablar con él? — repetí.
— ¿Cómo, hablar? ¿Usted solo?
— ¿Con quién, pues?
— ¿Así que… ha de ser el fin?
Me ahogaba; volví a carraspear.
— Pero… no hay otra salida.
— Yo… yo pensaba… que sería un mesk.
— Un… qué?
— ¿No sabe qué es?
— No, no lo sé. No entiendo una palabra. ¿Qué es? — interrogué, sintiendo un desagradable escalofrío. De nuevo tropezaba con estas repentinas barreras, con un confuso malentendido.
— Es eso, una… o uno… cuando encuentra a alguien… y durante un tiempo le gustaría…, bueno, ¿de verdad no sabe nada de esto?
— Espera, Eri. No sé nada, pero ahora creo adivinar… ¿Se trata de algo provisional, de un estado interino, de una aventura pasajera?
— No — repuso ella, abriendo mucho los ojos —. Así que usted ignora cómo… Ni yo misma lo sé con exactitud — reconoció de repente —. Sólo lo conozco de oídas. Y creía que usted…
— Eri, no sé nada. Y que el diablo se me lleve si comprendo algo. ¿Tiene que ver…? Bueno, por lo menos se refiere al matrimonio, ¿no?
— Sí, claro. Hay que ir a una oficina y allí — no lo sé exactamente —, pero en todo caso, más tarde… ya es…
— ¿Qué?
— Definitivo. Así que nadie puede decir nada. Nadie. Ni siquiera él…
— De modo que se trata de… una especie de legalización…, vaya, qué diablos…, legalizacion del adulterio, ¿no?
— No. Sí. Es decir, entonces no es adulterio, o al menos, ya no lo dice nadie. No existe adulterio, ya que, bueno, yo con Seon… sólo por un año…