— No sé. Durante el día. Lo noté.
— ¿Tuviste mucho miedo? — pregunté, casi gruñí.
— No.
— ¿No? ¿Por qué no?
Sonrió débilmente.
— Es usted totalmente como…, como…
— ¿Cómo qué?
— Como salido de un cuento. No sabía que… se podía… ser así, y si usted no…, ya sabe…, pensaría que estoy soñando…
— Te aseguro que no es un sueño.
— Oh, ya lo sé. Ha sido un decir. ¿Sabe usted qué pienso?
— No muy bien. Soy un poco estúpido, Eri. Sí, Olaf tenía razón. Soy un estúpido. Un perfecto idiota. De modo que háblame con claridad, ¿quieres?
— Bien. Usted cree que es horrible, pero no es cierto. Sólo es…
Enmudeció porque no encontró palabras. Yo la escuchaba con la boca abierta.
— Niña, Eri, yo…, yo no me creo horrible. Qué tontería. Te doy mi palabra. Pero cuando he vuelto y he oído y sabido tantas cosas., Basta. Ya he hablado bastante. Demasiado. No había sido tan charlatán en mi vida. Habla tú, Eri, habla.
Me senté sobre la cama.
— Ya lo he dicho todo…, de verdad. Sólo que… no sé…
— ¿Qué es lo que no sabes?
— Qué pasará ahora…
Me incliné hacia ella. Me miró directamente a los ojos. Sus párpados no se movían.
Nuestros alientos se juntaron.
— ¿Por qué te has dejado besar?
— No lo sé.
Rocé su mejilla con los labios. Luego su cuello. Me quedé así, con la cabeza sobre su hombro, apretando los dientes con todas mis fuerzas. Nunca había sentido algo igual. Ni siquiera sabía que se podía sentir. Tenía deseos de llorar.
— Eri — murmuré sin voz, sólo con los labios —. Eri, ¡ sálvame!
Yacía inmóvil. Oía los rápidos latidos de su corazón como desde una gran distancia. Me senté de nuevo.
— Si… — empecé, pero no tuve valor para terminar la frase. Me levanté, puse la lámpara en su sitio, coloqué la mesa donde estaba antes y tropecé con algo: era un cuchillo de cazador, tirado en el suelo. Lo dejé en la maleta y me volví —. Apagaré la luz — dije —. ¿Quieres?
Ninguna respuesta. Pulsé el interruptor. La oscuridad era total; ni siquiera en la ventana abierta había luces, ni las más distantes. Nada. Todo negrura. Tan negro como era muchas veces el espacio. Cerré los ojos. La quietud susurraba.
— Eri… — murmuré. No contestó. Sentí su temor y me acerqué a la cama en la oscuridad.
Intenté oír su respiración, pero solamente el silencio emitía un sonido universal, como si se materializara en aquella negrura y se transformara en ella, en Eri.
«Tendría que irme de aquí — pensé —. Sí, en seguida me voy.» Pero me incliné y encontré de repente su rostro, como por telepatía. Ella dejó de respirar.
— No — dije en un suspiro —. Nada. De verdad, nada.
Le toqué los cabellos. Lo rocé con las yemas de los dedos y lo reconocí, todavía tan extraño, tan inesperado. Tenía tanta ansiedad por comprenderlo todo. Pero ¿y si no había nada que comprender? Cuánto silencio. ¿Dormiría ya Olaf? Seguramente no. Debía de estar quieto, escuchando. Esperando. Yo debía ir a su habitación. Pero no, no podía. Coloqué la cabeza sobre su hombro. En un impulso, me eché a su lado. Noté que todo su cuerpo se ponía rígido.
Se apartó. Le susurré:
— No tengas ningún miedo.
— No.
— Estás temblando.
— No es nada.
La abracé. El peso de su cuerpo sobre mi hombro se trasladó al brazo. Estábamos acostados el uno junto al otro, y nos rodeaba la oscuridad silenciosa.
— Es muy tarde — susurré —. Muy tarde. Tienes que dormir. Por favor, duérmete.
La mecí únicamente con una lenta oscilación de mi hombro. Estaba quieta, y yo sentía el calor de su cuerpo y su aliento. Respiraba muy de prisa. Y su corazón latía con violencia.
Despacio, muy despacio, se fue tranquilizando. Debía de estar muy cansada. Escuché primero con los ojos abiertos, y después los cerré, pues así me parecía oír mejor. ¿Dormiría ya?
¿Quién era? ¿Por qué significaba tanto para mí? Estaba inmóvil en esta oscuridad, y por la ventana entraba el viento, que hacía crujir las cortinas. Me invadía un asombro mudo.
Ennesson, Thomas, Venturi, Arder. ¿Para esto fue todo aquello? ¿Para esto? Un puñado de polvo. Allí donde nunca sopla el viento. Donde no hay nubes, ni sol, ni lluvia, absolutamente nada, y de modo tan literal que parece imposible, que se antoja increíble. ¿Y yo había estado allí? ¿De verdad? Y ¿para qué?
Ahora ya no sabía nada, todo se había fundido en una oscuridad sin forma; estaba entumecido. Ella se estremeció. Lentamente, se volvió de lado, pero no movió la cabeza de mi hombro. Murmuró algo y continuó durmiendo.
Intenté imaginar la cromosfera de Arturo. Un espacio gigantesco y vacío por el que he volado muchas veces, girando en un espantoso e invisible carrusel de fuego, con los ojos hinchados y llorosos, repitiendo continua e insensiblemente: «Sonda. Cero. Siete. Sonda.