Читаем Retorno de las estrellas полностью

Quizá por el ímpetu de mis últimos pasos — puesto que es difícil caminar por el agua, y tampoco es fácil detenerse de repente —, el caso es que de improviso me encontré muy cerca de ella. Tal vez no hubiera pasado nada si hubiese retrocedido, pero permaneció donde estaba, con la mano apoyada en el primer escalón que sobresalía del agua, y yo estaba ya demasiado cerca para poder decir algo, ocultarme detrás de un diálogo…

La abracé con fuerza; estaba fría, resbaladiza como un animal extraño y desconocido. Y de improviso, en este contacto fresco y casi inanimado, encontré una mancha ardiente — su boca-; ella no se movió y yo la besé, la besé una y otra vez; fue el más puro delirio. Ella no se defendió, no ofreció ninguna resistencia; parecía realmente como si estuviera muerta. La agarré por los hombros, levanté su rostro para verlo, para mirarla a los ojos, pero ya era tan oscuro que apenas habría podido adivinar su figura si no la hubiera tocado. No temblaba. Sólo había unos latidos; mi corazón o el suyo, no lo sabía. Así permanecimos hasta que ella, lentamente, empezó a liberarse de mis brazos. La solté inmediatamente. Subió los peldaños; la seguí, la abracé de nuevo; ahora sí que temblaba. Quise decir algo, pero no encontré la voz.

La apreté con fuerza contra mi pecho y así nos quedamos hasta que ella volvió a intentar desasirse, sin empujarme, como si yo no estuviera allí. Mis brazos cayeron. Ella se apartó. A la luz que salía de mi ventana le vi recoger el albornoz, que no se echó sobre los hombros, y dirigirse a las escaleras. En la puerta y en el vestíbulo aún había luz. Vi gotas de agua en su espalda y sus caderas. Entonces cerró la puerta y desapareció.

Durante un segundo tuve la tentación de saltar al agua y no emerger nunca más.

Realmente, nunca había tenido una idea semejante. Era todo tan insensato, tan imposible. Y aún había algo peor: ignoraba qué ocurriría y qué haría yo ahora. Y ella… ¿por qué se había portado de modo tan…, tan… singular? ¿Quizá el miedo la había paralizado? Ay, sólo miedo y nada más que miedo. No, era otra cosa. Pero ¿qué? ¿Cómo podía saberlo? Tal vez Olaf. Pero ¿acaso era yo un mozalbete de quince años, que besa a una chica y en seguida ha de correr a pedir consejo a un amigo?

«Pues, sí — pensé —, eso es exactamente lo que voy a hacer.» Entré en la casa, después de sacudir la arena de mi albornoz. En el vestíbulo había mucha luz. Me acerqué a su puerta.

«Tal vez me permita entrar», pensé. Si lo hacía, quizá dejaría de importarme. Quizá sería el fin. O recibiría una bofetada. Pero no. Son buenos, están betrizados, no pueden hacerlo. Sólo me dará un bombón, lo que seguramente me hará bien.

Me quedé así durante unos cinco minutos y pensé en las cuevas subterráneas de Kerenea, en aquel famoso agujero del que tanto hablaba Olaf. ¡Bendito agujero! Al parecer era un antiguo volcán. Arder quedó atrapado entre unas rocas, sin poder moverse, y la lava ya empezaba a subir. En realidad no era lava, pues como afirmó después Venturi, aquello era una especie de geyser. Arder… Oímos su voz. Por radio. Entonces yo bajé y le saqué de allí. ¡Dios mío! Prefería diez veces más aquello que esta puerta. Ningún ruido. Nada.

Si al menos la puerta tuviera un picaporte. No, esto era una pequeña placa. En mi puerta de arriba no había este sistema. Apenas sabía si era algo parecido a una cerradura o si se abría empujando. Seguía siendo el mismo salvaje de Kerenea.

Levanté la mano y me detuve, indeciso. ¿Y si la puerta no se abre? Sólo la suposición de semejante fracaso me daría mucho que pensar durante largo tiempo. Y sentí que a medida que pasaba el rato, me iba debilitando, como si las fuerzas me abandonaran. Toqué la placa. No cedió. Apreté más.

— ¿Es usted? — preguntó su voz. Tenía que estar muy cerca de la puerta.

— Sí.

Silencio. Medio minuto, un minuto entero.

La puerta se abrió. Ella estaba en el umbral, vestida con una bata de tela esponjosa. Los cabellos se le esparcieron sobre el cuello de la bata. Era difícil de creer, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que eran castaños.

Sólo había abierto una rendija y tenía la mano en la puerta. Cuando avancé un paso, ella retrocedió. La puerta se cerró detrás de mí, sola y sin el menor ruido.

Y de pronto, como si me cayera una venda de los ojos, me fijé en lo que me rodeaba. Ella, pálida, inmóvil, tenía la mirada fija en mí y sostenía con ambas manos el escote de la bata; yo estaba frente a ella, desnudo, chorreando agua, con el bañador negro de Olaf y un albornoz rebozado de arena en una mano, y la miraba fijamente…

De improviso, todas estas cosas me hicieron sonreír. Sacudí el albornoz, me lo puse y me senté. Vi dos manchas húmedas en el lugar donde me había detenido. Pero no tenía absolutamente nada que decir. ¿Qué iba a decir? De repente lo supe. Fue como una inspiración.

— ¿Sabe quién soy?

— Sí.

— ¿Ah, sí? Estupendo. ¿Por la agencia de viajes?

— No.

— Es igual. Soy un salvaje, ¿lo sabe?

— ¿De verdad?

— Sí. Horriblemente salvaje. ¿Cómo se llama usted?

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