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—Aunque si no mejoran sus notas en el colegio —añadió el padre de Malfoy, aún más fríamente—, puede, claro está, que sólo sirva para eso.

—No es culpa mía —replicó Draco—. Todos los profesores tienen alumnos enchufados. Esa Hermione Granger mismo...

—Vergüenza debería darte que una chica que no viene de una familia de magos te supere en todos los exámenes —dijo el señor Malfoy bruscamente.

—¡Ja! —se le escapó a Harry por lo bajo, encantado de ver a Draco tan avergonzado y furioso.

—En todas partes pasa lo mismo —dijo el señor Borgin, con su voz almibarada—.

Cada vez tiene menos importancia pertenecer a una estirpe de magos.

—No para mí —repuso el señor Malfoy, resoplando de enfado.

—No, señor, ni para mí, señor —convino el señor Borgin, con una inclinación.

—En ese caso, quizá podamos volver a fijarnos en mi lista —dijo el señor Malfoy, lacónicamente—. Tengo un poco de prisa, Borgin, me esperan importantes asuntos que atender en otro lugar.

Se pusieron a regatear. Harry espiaba poniéndose cada vez más nervioso conforme Draco se acercaba a su escondite, curioseando los objetos que estaban a la venta. Se detuvo a examinar un rollo grande de cuerda de ahorcado y luego leyó, sonriendo, la tarjeta que estaba apoyada contra un magnífico collar de ópalos: Cuidado: no tocar Collar embrujado.

Hasta la fecha se ha cobrado las vidas de diecinueve muggles que lo poseyeron.


Draco se volvió y reparó en el armario. Se dirigió hacia él, alargó la mano para coger la manilla...

—De acuerdo —dijo el señor Malfoy en el mostrador—. ¡Vamos, Draco!

Cuando Draco se volvió, Harry se secó el sudor de la frente con la manga.

—Que tenga un buen día, señor Borgin. Le espero en mi mansión mañana para recoger las cosas.

En cuanto se cerró la puerta, el señor Borgin abandonó sus modales afectados.

—Quédese los buenos días, señor Malfoy, y si es cierto lo que cuentan, usted no me ha vendido ni la mitad de lo que tiene oculto en su mansión.

Y se metió en la trastienda mascullando. Harry aguardó un minuto por si volvía, y luego, con el máximo sigilo, salió del armario y, pasando por delante de las estanterías de cristal, se fue de la tienda por la puerta delantera.

Sujetándose delante de la cara las gafas rotas, miró en torno. Había salido a un lúgubre callejón que parecía estar lleno de tiendas dedicadas a las artes oscuras. La que acababa de abandonar, Borgin y Burkes, parecía la más grande, pero enfrente había un horroroso escaparate con cabezas reducidas y, dos puertas más abajo, tenían expuesta en la calle una jaula plagada de arañas negras gigantes. Dos brujos de aspecto miserable lo miraban desde el umbral y murmuraban algo entre ellos. Harry se apartó asustado, procurando sujetarse bien las gafas y salir de allí lo antes posible.

Un letrero viejo de madera que colgaba en la calle sobre una tienda en la que vendían velas envenenadas, le indicó que estaba en el callejón Knockturn. Esto no le podía servir de gran ayuda, dado que Harry no había oído nunca el nombre de aquel callejón. Con la boca llena de cenizas, no debía de haber pronunciado claramente las palabras al salir de la chimenea de los Weasley. Intentó tranquilizarse y pensar qué debía hacer.

—¿No estarás perdido, cariño? —le dijo una voz al oído, haciéndole dar un salto.

Tenía ante él a una bruja decrépita que sostenía una bandeja de algo que se parecía horriblemente a uñas humanas enteras. Lo miraba de forma malévola, enseñando sus dientes sarrosos. Harry se echó atrás.

—Estoy bien, gracias —respondió—. Yo sólo...

—¡HARRY! ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

El corazón de Harry dio un brinco, y la bruja también, con lo que se le cayeron al suelo casi todas las uñas que llevaba en la bandeja, y le echó una maldición mientras la mole de Hagrid, el guardián de Hogwarts, se acercaba con paso decidido y sus ojos de un negro azabache destellaban sobre la hirsuta barba.

—¡Hagrid! —dijo Harry, con la voz ronca por la emoción—. Me perdí..., y los polvos flu...

Hagrid cogió a Harry por el pescuezo y le separó de la bruja, con lo que consiguió que a ésta le cayera la bandeja definitivamente al suelo.

Los gritos de la bruja les siguieron a lo largo del retorcido callejón hasta que llegaron a un lugar iluminado por la luz del sol. Harry vio en la distancia un edificio que le resultaba conocido, de mármol blanco como la nieve: era el banco de Gringotts.

Hagrid lo había conducido hasta el callejón Diagon.

—¡No tienes remedio! —le dijo Hagrid de mala uva, sacudiéndole el hollín con tanto ímpetu que casi lo tira contra un barril de excrementos de dragón que había a la entrada de una farmacia—. Merodeando por el callejón Knockturn... No sé, Harry, es un mal sitio... Será mejor que nadie te vea por allí.

—Ya me di cuenta —dijo Harry, agachándose cuando Hagrid hizo ademán de volver a sacudirle el hollín—. Ya te he dicho que me había perdido. ¿Y tú, qué hacías?

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