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Se armó un pandemónium. Los duendecillos salieron disparados como cohetes en todas direcciones. Dos cogieron a Neville por las orejas y lo alzaron en el aire. Algunos salieron volando y atravesaron las ventanas, llenando de cristales rotos a los de la fila de atrás. El resto se dedicó a destruir la clase más rápidamente que un rinoceronte en estampida. Cogían los tinteros y rociaban de tinta la clase, hacían trizas los libros y los folios, rasgaban los carteles de las paredes, le daban vuelta a la papelera y cogían bolsas y libros y los arrojaban por las ventanas rotas. Al cabo de unos minutos, la mitad de la clase se había refugiado debajo de los pupitres y Neville se balanceaba colgando de la lámpara del techo.

—Vamos ya, rodeadlos, rodeadlos, sólo son duendecillos... —gritaba Lockhart.

Se remangó, blandió su varita mágica y gritó:

¡Peskipiski Pestenomi!

No sirvió absolutamente de nada; uno de los duendecillos le arrebató la varita y la tiró por la ventana. Lockhart tragó saliva y se escondió debajo de su mesa, a tiempo de evitar ser aplastado por Neville, que cayó al suelo un segundo más tarde, al ceder la lámpara.

Sonó la campana y todos corrieron hacia la salida. En la calma relativa que siguió, Lockhart se irguió, vio a Harry, Ron y Hermione y les dijo:

—Bueno, vosotros tres meteréis en la jaula los que quedan. —Salió y cerró la puerta.

—¿Habéis visto? —bramó Ron, cuando uno de los duendecillos que quedaban le mordió en la oreja haciéndole daño.

—Sólo quiere que adquiramos experiencia práctica —dijo Hermione, inmovilizando a dos duendecillos a la vez con un útil hechizo congelador y metiéndolos en la jaula.

—¿Experiencia práctica? —dijo Harry, intentando atrapar a uno que bailaba fuera de su alcance sacando la lengua—. Hermione, él no tenía ni idea de lo que hacía.

—Mentira —dijo Hermione—. Ya has leído sus libros, fíjate en todas las cosas asombrosas que ha hecho...

—Que él dice que ha hecho —añadió Ron.


7

Los «sangre sucia» y una voz misteriosa


Durante los días siguientes, Harry pasó bastante tiempo esquivando a Gilderoy Lockhart cada vez que lo veía acercarse por un corredor. Pero más difícil aún era evitar a Colin Creevey, que parecía saberse de memoria el horario de Harry. Nada le hacía tan feliz como preguntar «¿Va todo bien, Harry?» seis o siete veces al día, y oír «Hola, Colin» en respuesta, a pesar de que la voz de Harry en tales ocasiones sonaba irritada.

Hedwig seguía enfadada con Harry a causa del desastroso viaje en coche, y la varita de Ron, que todavía no funcionaba correctamente, se superó a sí misma el viernes por la mañana al escaparse de la mano de Ron en la clase de Encantamientos y dispararse contra el profesor Flitwick, que era viejo y bajito, y golpearle directamente entre los ojos, produciéndole un gran divieso verde y doloroso en el lugar del impacto.

Así que, entre unas cosas y otras, Harry se alegró muchísimo cuando llegó el fin de semana, porque Ron, Hermione y él habían planeado hacer una visita a Hagrid el sábado por la mañana.

Pero el capitán del equipo de quidditch de Gryffindor, Oliver Wood, despertó a Harry con un zarandeo varias horas antes de lo que él habría deseado.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry aturdido.

—¡Entrenamiento de quidditch! —respondió Wood—. ¡Vamos!

Harry miró por la ventana, entornando los ojos. Una neblina flotaba en el cielo de color rojizo y dorado. Una vez despierto, se preguntó cómo había podido dormir con semejante alboroto de pájaros.

—Oliver —observó Harry con voz ronca—, si todavía está amaneciendo...

—Exacto —respondió Wood. Era un muchacho alto y fornido de sexto curso y, en aquel momento, tenía los ojos brillantes de entusiasmo—. Forma parte de nuestro nuevo programa de entrenamiento. Venga, coge tu escoba y andando —dijo Wood con decisión—. Ningún equipo ha empezado a entrenar todavía. Este año vamos a ser los primeros en empezar...

Bostezando y un poco tembloroso, Harry saltó de la cama e intentó buscar su túnica de quidditch.

—¡Así me gusta! —dijo Wood—. Nos veremos en el campo dentro de quince minutos.

Encima de la túnica roja del equipo de Gryffindor se puso la capa para no pasar frío, garabateó a Ron una nota en la que le explicaba adónde había ido y bajó a la sala común por la escalera de caracol, con la Nimbus 2.000 sobre el hombro. Al llegar al retrato por el que se salía, oyó tras él unos pasos y vio que Colin Creevey bajaba las escaleras corriendo, con la cámara colgada del cuello, que se balanceaba como loca, y llevaba algo en la mano.

—¡Oí que alguien pronunciaba tu nombre en las escaleras, Harry! ¡Mira lo que tengo aquí! La he revelado y te la quería enseñar...

Desconcertado, Harry miró la fotografía que Colin sostenía delante de su nariz.

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