Читаем Temor Frío полностью

Sacó el móvil y marcó el número de la oficina de Kevin Blake. Candy contestó después de tres pitidos.

– Hola, encanto -dijo Candy, al parecer complacida de oír su voz-. Estaba a punto de llamarte.

– ¿Has localizado a Monica Patrick?

– Sí, señor -afirmó Candy, no tan contenta-. Hace tres años que murió.

Era lo que Jeffrey se temía.

– Gracias por intentarlo.

– De nada -dijo Candy-. No sé de qué habría servido. ¿Vas detrás de algún tipo de escándalo?

– Algo así -concedió Jeffrey, mirando las fotografías como si pudiera obligarlas a ofrecerle una explicación.

– Ya lo hice cuando investigué sus antecedentes -dijo Candy-. Brian no es exactamente Albert Einstein, pero trabaja como una mula. Hace lo que nadie más quiere hacer. Se queda hasta medianoche para asegurarse de que todo está al día. Ahora lo llamamos retentivo anal, pero en aquella época simplemente significaba que poseías una ética del trabajo.

Jeffrey se metió las fotos en el bolsillo y dejó la caja donde estaba.

– Por lo que me dijo su esposa, me pareció que aún es así.

– Bueno, ella debería saberlo -dijo Candy-. Aunque ya es un poco tarde para empezar a quejarse.

Jeffrey cerró la puerta del armario y miró a su alrededor.

– ¿A qué te refieres?

– Así fue como se conocieron -dijo Candy-. Jill era su secretaria en Jericho.

– ¿Bromeas?

– ¿Por qué iba a bromear sobre una cosa así? Ser secretaria no tiene nada de malo.

– No, no es eso -dijo Jeffrey-. Es que ninguno de los dos lo mencionó.

– ¿Y por qué iban a mencionarlo? -preguntó Candy, y tenía razón-. ¿Alguna vez te has preguntado por qué ella no adoptó su apellido?

– La verdad es que no -dijo Jeffrey, y oyó cerrarse la portezuela de un coche delante de la casa.

Se dirigió a la salita para mirar por la ventana. Brian Keller estaba inclinado sobre el asiento trasero de un Impala color tostado. Sacó un par de cajas blancas y grandes, apoyándoselas en el muslo mientras cerraba la portezuela del coche.

– ¿Jefe? -preguntó Candy.

– Estoy aquí -le dijo Jeffrey, intentando retomar la conversación-. ¿Qué estabas diciendo?

– Digo que probablemente Brian debe de estar tramitando el divorcio.

– ¿El divorcio de quién? -preguntó Jeffrey, observando cómo Keller trajinaba las cajas hacia el garaje.

– De la chica con la que estaba casado cuando comenzó a salir con Jill Rosen -le dijo y, a continuación, añadió-. Bueno, ahora ya no debe ser ninguna chica. Probablemente rondará la cincuentena. Me pregunto qué fue del hijo.

– ¿Su hijo? -repitió Jeffrey mientras oía los pasos de Keller en las escaleras-. ¿Qué hijo?

– El que tuvo de su primer matrimonio. ¿Me estás prestando atención?

– ¿Tiene un hijo de su primer matrimonio? -preguntó Jeffrey, sacando la foto.

– Eso es lo que te estaba diciendo. Un buen día fue y los abandonó. Ni siquiera se lo mencionó nunca a Bert. Te acordarás de Bert Winger: fue decano antes de Kevin. No es que a Bert le importara un pimiento la situación familiar de Brian. Tenía dos hijos de su anterior matrimonio, y deja que te lo diga, esos críos eran la cosa más encantadora que he…

– Debo irme -dijo Jeffrey, colgando el teléfono.

Por fin sabía la causa de que el chaval de la foto le resultara tan familiar.

El viejo dicho era cierto. Una imagen vale más que mil palabras, o, en este caso, un viaje gratis a comisaría en la parte de atrás de un coche patrulla.

Keller entró por la puerta y se sobresaltó al ver a Jeffrey. Casi dejó caer las cajas.

– ¿Qué hace aquí?

– Echar un vistazo.

– Ya veo.

– ¿Dónde está su esposa? -preguntó Jeffrey.

Keller palideció. Se inclinó y dejó caer las cajas con un golpe sordo.

– Está en casa de su madre.

– Ésa no -dijo Jeffrey, mostrándole la fotografía-. La otra.

– Mi otra…

– Su primera esposa -le aclaró Jeffrey, enseñándole otra foto-. La madre de su hijo mayor.

16

Lena entró en la cocina arrastrando los pies; las articulaciones le chirriaban como metal oxidado. Nan estaba sentada a la mesa leyendo el periódico mientras comía cereales de un cuenco.

– ¿Has dormido bien? -preguntó Nan.

Lena asintió, buscando la cafetera con la mirada. El hervidor estaba sobre los fogones, humeante. Sobre el mármol había una taza con una bolsa de té al lado.

– ¿Tienes café? -preguntó Lena, con una voz que apenas fue un susurro.

– Instantáneo -dijo Nan-, pero es descafeinado. Puedo ir a comprar antes de marcharme al trabajo.

– No pasa nada -contestó Lena, preguntándose cuánto tardaría en volverle a doler la cabeza por la falta de cafeína.

– Tienes mejor aspecto -dijo Nan, intentando sonreír-. Tu voz se parece más a un susurro que a un graznido.

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