Читаем Temor Frío полностью

Lena seguía agarrada al respaldo de la silla, mirando a la otra mujer. Rosen lloraba en silencio, con los labios separados, pero sin emitir ningún sonido. Se llevó la mano al pecho, y apretó los ojos cuando empezaron a caerle las lágrimas. Sus hombros delgados se doblaron hacia dentro, y le tembló la barbilla al caerle hasta el pecho.

Lena se moría de ganas de marcharse. Ni siquiera antes de la violación había servido para consolar a la gente. En los momentos de dificultad, se sentía amenazada, como si tuviera que renunciar a una parte de sí misma para poder consolar al otro. Quería volver a casa para recuperarse, para quitarse el gusto del miedo de la boca. Lena tenía que encontrar una manera de recobrar las fuerzas antes de volver al mundo. Sobre todo antes de ver a Jeffrey.

Rosen debió de intuir sus sentimientos. Se secó una lágrima y su tono se hizo enérgico.

– Tengo que llamar a mi marido -dijo-. ¿Me concede un momento?

– Por supuesto -contestó Lena, aliviada-. La veré en la biblioteca. -Puso una mano en el pomo, pero no tiró de él. Sin mirar a la doctora, dijo-: Sé que no tengo derecho a pedírselo -comenzó, consciente de que Jeffrey le perdería todo el respeto si Rosen le contaba lo ocurrido.

Rosen pareció intuir qué era exactamente lo que preocupaba a Lena.

– No, no tiene derecho a pedirlo -le espetó.

Lena giró el pomo, seguía sintiendo la mirada de Rosen, taladrándola. Lena se sintió atrapada, pero consiguió preguntar:

– ¿Qué?

Rosen le propuso lo que parecía un acuerdo.

– Si está sobria, no se lo contaré -contestó.

Lena tragó saliva, y sintió en la boca el sabor del whisky que su mente había estado deseando en los últimos minutos. Sin responder, cerró la puerta a su espalda.


Lena estaba sentada a una mesa vacía, junto al mostrador de préstamo de la biblioteca, viendo cómo Chuck hacía el ridículo con Nan Thomas, la bibliotecaria. Dejando aparte el hecho de que Nan Thomas, con su pelo castaño rata y sus gruesas gafas, no merecía la pena el esfuerzo, Lena sabía que la mujer era lesbiana. Nan había sido la amante de Sibyl durante cuatro años. Las dos mujeres vivían juntas cuando Sibyl fue asesinada.

Para no pensar más en Chuck, paseó la vista por la biblioteca, mirando a los estudiantes que estudiaban en las mesas alargadas que se alineaban en la parte central de la sala. Se acercaban los parciales y, aunque era domingo, había bastantes estudiantes. Además de la cafetería y el centro de orientación, la biblioteca era el único edificio que aquel día estaba abierto.

En lo referente a bibliotecas, Grant Tech era realmente impresionante. Lena imaginaba que, como la facultad no tenía equipo de fútbol, eso permitía gastar más dinero en instalaciones, pero seguía pensando que les habría ido mejor con un departamento de deportes. Hacía cinco años, unos profesores de Grant Tech desarrollaron una especie de inyección o píldora mágica que hacía que los cerdos engordaran más en menos tiempo. Los granjeros se entusiasmaron con el descubrimiento, y había una portada enmarcada de Porcine amp; Poultryí [1] junto a la entrada de la biblioteca, con una foto de los dos profesores con aspecto adinerado y satisfecho. El titular rezaba «Forrados con los cerdos» y, a juzgar por las sonrisas de los profesores, desde luego no les hacía falta el dinero. Como en casi todos los institutos de investigación, la universidad se quedaba una parte de los ingresos de cualquier cosa en la que trabajaran sus profesores, y Kevin Blake, el decano, había utilizado parte de ese dinero para reformar la biblioteca por completo.

Habían cambiado los cristales de los grandes vitrales que daban al lado este del campus, para que el calor y el aire acondicionado no se filtraran. La madera oscura que cubría las paredes y las dos plantas de estanterías que cubrían toda la pared habían sido aligeradas, de modo que seguían siendo imponentes, pero no opresivas. La atmósfera general era relajante, y a Lena le gustaba acudir allí por la noche al acabar el trabajo. Se sentaba en uno de los cubículos de la parte delantera y hojeaba cualquier libro que estuviera a mano hasta eso de las diez, momento en que regresaba a su habitación, se tomaba un par de copas para aliviar la tensión e intentaba dormir. Por lo general le funcionaba. Había algo reconfortante en tener un horario.

– Joder -gruñó Lena cuando Richard Carter se le acercó.

Sin esperar a ser invitado, Richard se desplomó en la silla que había delante de Lena.

– Hola, chica -le dijo con una sonrisa.

– Hola -saludó ella, inyectando en su tono toda la antipatía que le fue posible.

– ¿Te cuento algo?

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