Читаем Temor Frío полностью

Chuck se subió los pantalones al acercarse a la recepción. Lena casi leía sus pensamientos mientras lo veía mirar a su alrededor y se daba cuenta de que casi todos los pacientes eran chicas vestidas con camisetas muy cortas y pantalones acampanados. Lena tenía su propia opinión acerca de esas jóvenes, cuyos problemas más serios eran sus relaciones con los chicos y que echaban de menos a Fido. Probablemente no tenían ni idea de lo que era tener problemas de verdad, problemas que te tenían en vela por la noche, que te hacían sudar hasta que llegaba la mañana y podías volver a respirar.

– ¿Hola? -dijo Chuck, aporreando con la palma la campanilla del mostrador.

Algunas chicas pegaron un bote al oír el ruido, y le lanzaron a Lena una mirada desagradable, como si esperaran que ella tuviera que controlarla.

– ¿Hola?

Se inclinó sobre el mostrador, intentando ver pasillo abajo. Su voz resonaba tanto que Lena sintió deseos de taparse los oídos. Pero lo único que hizo fue mirar al suelo, intentando disimular su bochorno.

Por fin apareció la recepcionista, una mujer alta de cabello rubio rojizo con una mueca de irritación en la cara. Miró a Lena sin que pareciera reconocerla.

– Ya estás aquí -dijo Chuck, sonriendo como si fueran viejos amigos.

– ¿Sí?

– ¿Carla? -preguntó Chuck, leyendo su etiqueta identificativa.

Sus ojos se demoraron en los pechos de la joven. Ella cruzó los brazos.

– ¿Qué hay?

Lena decidió intervenir, y habló en voz baja.

– Tenemos que ver a la doctora Rosen.

– Está con un paciente. No se la puede molestar.

Lena estaba a punto de hacer un aparte con la mujer y explicarle en privado la situación, cuando Chuck soltó:

– Su hijo se ha suicidado hará cosa de una hora.

Toda la sala soltó un grito ahogado. Cayeron algunas revistas, y dos chicas salieron por la puerta una a los pocos segundos de la otra.

Carla tardó un momento en recuperarse de la impresión.

– Iré a buscarla -dijo.

Lena la detuvo.

– Ya iré yo. Indíqueme cuál es su consulta.

La mujer exhaló un suspiro de alivio.

– Gracias.

Chuck iba detrás de Lena mientras seguían a la mujer por un pasillo largo y estrecho. La claustrofobia invadió a Lena como una repentina llamarada, y cuando llegaron a la consulta de Jill Rosen estaba sudando. Con su olfato habitual para saber cómo empeorar las cosas, Chuck se acercó tanto a Lena que casi se apoyaba en ella. Olió su loción para después del afeitado mezclada con el repugnante olor dulzón de su chicle, que masticaba sonoramente en su oído. Lena contuvo el aliento y apartó su cabeza de él para no tener arcadas.

La recepcionista dio unos golpecitos en la puerta.

– Jill?

Lena se ensanchó el cuello de la camisa en busca de aire. Rosen abrió la puerta con un «¿Sí?» de exasperación. Entonces vio a Lena, y al reconocerla sonrió con curiosidad. Abrió la boca para decir algo, pero Lena la interrumpió.

– ¿Es usted la doctora Rosen? -preguntó Lena, consciente de que su voz sonaba metálica.

Rosen miró a Lena y luego a Chuck, dudando un instante antes de dirigirse al paciente que estaba en la consulta para decirle:

– Lily, volveré enseguida. Por aquí -dijo al cerrar la puerta.

Lena le lanzó una mirada furibunda a Chuck antes de seguir a la doctora, pero él, sin darse por aludido, caminó pegado a sus talones.

En su breve época de paciente, Lena sólo había visto la sala de espera y la consulta de Rosen, de modo que le sorprendió verse en una sala de conferencias bastante grande. El espacio era acogedor y abierto, con muchas plantas, igual que la consulta de Jill Rosen. Las paredes estaban pintadas de un balsámico gris claro. Había sillas de tapicería malva bajo una gran mesa de caoba. Cuatro archivadores con cuatro cajones ocupaban un lado de la sala, y a Lena le alegró comprobar que allí nadie entraría a husmear.

La doctora dio media vuelta y se apartó el pelo de los ojos. Jill Rosen tenía la cara estrecha y el cabello, castaño oscuro, caía sobre sus hombros. Era atractiva para su edad, que debía rondar los cuarenta, y vestía con sencillez, con blusas largas y holgadas y faldas que le realzaban el tipo. Su comportamiento sereno molestaba a Lena, sobre todo cuando, al cabo de tres sesiones, le dijo que era alcohólica. A Lena le asombraba que, con aquella actitud, tuviera algún paciente. Y si uno se paraba a pensarlo, poco se podía decir a favor de una psiquiatra que era incapaz de impedir que su hijo saltara de un puente.

Como era de prever, Rosen fue al grano:

– ¿Cuál es el problema?

Lena inhaló profundamente y se preguntó si aquella situación iba a ser muy desagradable, teniendo en cuenta su pasado con Rosen. Decidió ser directa.

– Hemos venido por su hijo.

– ¿Andy? -preguntó Rosen, desplomándose en una de las sillas, como un globo que se desinfla lentamente.

Se quedó sentada, la espalda recta, las manos entrelazadas en él regazo, en perfecta compostura, a excepción de la expresión de pánico de sus ojos. Lena jamás había leído tan claramente una emoción. La mujer estaba aterrada.

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