En cuanto a mi padre, siempre sentí que asfixiaba como una planta parásita. Porque cuando él me quería yo me odiaba. Porque para que me quisiera yo tenía que fingir que no era yo, que no creía en lo que creía, que no recordaba lo que recordaba y que aprobaba unos comportamientos que no aprobaba. Yo creí que el verdadero amor no podía exigir del otro una renuncia, no quería creer a Wilde y pensar que el amor es, por definición, un asesino. Por eso creo que cuando él decía que me quería mucho decía la verdad, pero decía su verdad, no la mía, porque la verdad está en la cabeza de cada uno, y no es un axioma inmutable y es cierto que él me ha querido, pero me ha querido cuando era una niña y por tanto una extensión de su persona sin personalidad ni autonomía propias, y me ha querido más mayor pero sólo cuando mentía y me adaptaba a lo que él quería de mí, y no llevaba, por ejemplo, a mi novio a las comidas familiares de cada dos domingos por más que Vicente blasonease (mejor dicho, pendonease) a sus Mashenkas, Tatianas, Olgas o Natalias. Me quería cuando yo me presentaba sola y además vestida como nunca me vestiría en otra parte, con el pelo recogido y un traje de chaqueta, me quería cuando me portaba bien y procuraba no preguntar mucho sobre la vida de los demás ni tampoco contar demasiado sobre la mía, no hablar demasiado de nada en general y limitarme a poner buena cara y a dar cuenta de lo que hubiera en el plato. Me quería cuando no era yo.
Me he pasado la vida persiguiendo inútilmente la aprobación familiar como el burro que avanza por un camino marcado por su dueño a base de perseguir la zanahoria al final del palo, y sólo he conseguido avanzar por un camino que yo no había decidido y no conseguir sentirme mejor ni más querida por eso.
Se me hacía muy difícil aspirar a conseguir la aprobación de mi padre, un trofeo por otra parte que se hacía más valioso a mis ojos por lo disputado: todos, menos mi madre, babeábamos tras él como perritos. La Eva real no parecía gustarle y pretendía machacarla a base de llamarla mimada, loca, desagradecida y mentirosa (mimada si no se levantaba a su hora, loca si se ponía la famosa muñequera de pinchos, desagradecida desde el primer verano que decidió no pasarlo en Santa Pola, mentirosa si afirmaba que a su hermano le faltaba un tornillo). Yo siempre supe cómo era él, y le aceptaba. Es más, le quería. Le quería mucho, demasiado incluso, pero sabía que me había embarcado en una relación de amor imposible. Y cuando vi que se repetía el mismísimo patrón con el hombre cuyo nombre está escrito en un trozo de pergamino encerrado en una botella enterrada en un descampado cerca de Cuatro Vientos, que estaba persiguiendo desesperadamente a alguien que no podría nunca devolverme lo que yo le daba, me di cuenta de que aguantaba esa relación porque seguía un esquema aprendido, porque estaba jugando a ser mi madre sin serlo, poniéndome en el lugar de la misma mujer a la que mi padre tanto decía amar, cambiando el escenario pero reinterpretando el libreto palabra por palabra en un intento desesperado e inútil de cambiarle el final.
Te juro que una parte de mí se siente muy culpable por escribir lo que escribe, la misma parte que siempre se sintió culpable por todo, la misma que creía amar a músicos brillantes que no buscaban otra cosa que una rubita mona que les animara las salidas y otras cuantas cosas más. Pero otra, que creo que es mi yo esencial, tiene la impresión de que si no escribe lo que siente, que si no protesta y clama por sus derechos, no va a sobrevivir. De la misma forma que sabe que hablar con sinceridad significa romper lazos, aunque sólo sea para anudar otros nuevos menos apretados que no la ahoguen tanto. Los lazos antiguos había que romperlos antes o después porque se estaban convirtiendo poco a poco en la soga del ahorcado. Y la culpa es el precio que se paga por la libertad.
Y no sabes lo que me duele escribir esto porque toda la vida he soñado con tener una familia idílica que me quisiera incondicionalmente, de esas de teleserie yanqui, un refugio al que acogerme en caso de necesidad. Y duele dar por terminada esa ilusión. Esa ilusión que todos acariciamos, pero que no se puede materializar en la vida real. Porque ningún ser humano es perfecto y por lo tanto no existe la familia perfecta. Y si las series de televisión nos advirtieran de que todas las familias, todas, se basan en lazos de afecto y complicidad, pero que están anudados, en enmarañada red, con otros de celos, traiciones, desilusiones y envidias, no nos decepcionarían tanto nuestros padres y hermanos y aprenderíamos a valorar a cada familia como lo que es: ni mejor ni peor; distinta. O igual, según se quiera ver. Duele admitir esto, es cierto. Duele crecer. Pero ya lo dijo el cantautor italiano: lo siento mucho, la vida es así y no la he inventado yo.