No sé ni por qué se lo preguntaba si ya sabía la respuesta. Una respuesta grabada en la psique colectiva según la cual la imagen arquetípica de la chica que lee
De todas formas no fue ésta la respuesta que me dio porque no abrió la boca. Se limitó a mirarme fijamente con unos ojos desmesurados, y cuando cayó en la cuenta de que se había abstraído contemplándome desvió la mirada y la volvió a clavar con fijeza, pero esta vez en la ensalada. Y aquélla fue la primera ocasión en la que se me ocurrió pensar que era posible que le gustara más de lo que yo misma había imaginado.
Pese a todo pensaba que la cosa nunca pasaría de allí, puesto que al fin y al cabo, desde José Merlo, había conocido en mi vida muchos amores platónicos, admiraciones a distancia que nunca se concretaron. Hubo, por ejemplo, un compañero de la radio que me gustó durante los casi dos años que estuvimos compartiendo programa y con el que tonteé de la manera más descarada sin que la cosa nunca llegase a mayores, y eso que en aquel estudio también había habido cruces de ojitos y caídas de pestañas, y miradas que se intercambiaban, expresadas con la misma intensidad como la que me acababa de dirigir mi compañero de piso. De alguna manera yo creía que si las cosas no sucedían desde el principio, si no había un flechazo devastador e instantáneo, nada se cimentaba, y los coqueteos se quedaban en una especie de limbo que no conducía ni al cielo ni al infierno. Y además yo entonces me contentaba con sentirme enamorada por el placer de estarlo, sin exigir reciprocidad. Había decidido renunciar a la persecución del ideal -y en cualquier caso Anton nunca encarnaría a mi ideal como lo había encarnado en su momento el FMN- para contentarme con la satisfacción de ciertos placeres cotidianos: las cenas de cada noche, los paseos al atardecer, las conversaciones inacabables. En alguna de ellas estuve a punto de confesar lo que sentía, notaba cómo la declaración borboteaba en el fondo de mi garganta, cómo iba ascendiendo por la laringe, alcanzaba la glotis y rozaba casi las comisuras de los labios, pero siempre se quedaba allí, en la punta de la lengua, sin llegar a emerger del todo.
Al fin y al cabo, pensaba yo, aquella atracción podía no ser más que una variante del síndrome de Estocolmo. Desde luego, Anton no me tenía secuestrada, pero también era cierto que casi no veía a nadie más. Sonia y Tania llamaban mucho, pero, enfrascadas en sus respectivos trabajos, me visitaban poco, y en semejantes condiciones resultaba normal que me llamase la atención el único ser humano con el que mantenía un contacto de tú a tú, el hombre que me llevaba a pasear, que me alimentaba, que me escuchaba. Pero, por otra parte, ¿me habría fijado en un hombre así si me lo hubiera encontrado en Madrid, estando yo sana y activa? ¿Si lo hubiera conocido en un estreno, en una fiesta, en un concierto, en un bar, habría ido más allá de la habitual charla social de circunstancias? No, probablemente no. Demasiado delgado, demasiado taciturno, demasiado desgarbado… Demasiado insípido, quizá.