Читаем Un Milagro En Equilibrio полностью

Él sí que debía de pensar que yo estaba borracha, pero, si lo pensó, ese detalle no le detuvo. No le inhibió ningún sentimiento de caballerosidad mal entendida ni ninguna aprensión derivada de la evidente analogía con su madre. Me deslicé en su cama y sentí el tacto helado de sus pies y, casi al momento -deduzco que mis pasos lo habían despertado y apercibido de mi entrada-, mi cabeza aferrada por dos manos que me echaban hacia atrás el rostro y unos labios que se pegaban a los míos y una boca que bebía de mí. Todo transcurría en la oscuridad, de forma que esta escena, al escribirla, se revive de forma muy abstracta. Era consciente de la humedad de su boca, de la agilidad de su lengua, del sabor a cerveza de su aliento bajo el que subyacía, como una nota más profunda -algo parecido a ese regusto a madera de roble que sólo un buen catador detecta en una copa de vino-, un rastro a menta de pasta de dientes y, bajo aquél, otro sabor animal, el de su saliva, el acre y penetrante regusto de las feromonas que transportaba mezclado con un deje metálico a sangre. Era consciente de su olor a sudor, dulce, nada desagradable, que se mezclaba con el mío, y con mi perfume (Carolina Herrera, también regalo del FMN, un olor que evocaba reminiscencias de otros encuentros y que debería desentonar en aquella situación, pero que paradójicamente la hacía más familiar, más reconocible, la despojaba del aspecto temible de lo imprevisto, de lo desconocido) y con cierto matiz a incienso o marihuana que flotaba en el ambiente. Era consciente del tacto multiforme de las yemas de sus dedos (diez, lo sé, aunque en la oscuridad parecieran cientos) que tamborileaban por mi vientre, tormentas que ascendían, descargando relámpagos, hasta los pechos, los blandos y ya no tan incómodos pechos que habían estado comprimidos toda la noche en un sujetador reductor y que, liberados de su prisión, se revelaban extrañamente receptivos, como un gatito ávido de mimos. Sentía que me disolvía, que me convertía en vapor, en éter, como si intentase salir de mi cuerpo para no hacerme responsable de la escena que estaba viviendo, y que inevitablemente traería consecuencias, buenas o malas, más que probablemente malas, o así lo temía en los escasos segundos en que regresaba a mi cuerpo y razonaba, por más que estuviera muy lejos de prever o siquiera imaginar las verdaderas consecuencias de aquella noche. Lo sentía encima de mí, aplastándome un costado, de manera que me moví, o debería decir que ella, mi Otra yo, la que no se había disuelto y no vagaba por el techo de la estancia contemplando la escena desde arriba, se movió, abriéndose de piernas, y él se colocó en medio. Ella, o yo, le rodeó con los brazos, conmovida por su delgadez, fascinada por la inesperada suavidad casi cremosa de la piel de su espalda. En el recuerdo, mis manos ascienden por la columna vertebral, se desvían hacia las costillas, tantean la fibrosa musculatura de su abdomen. Me aprieto contra él aspirando su pelo: huele a champú de brea, un aroma que transporta ecos de infancia en vaharadas, de veranos en Santa Pola, del tiempo en el que yo tenía un bañador rosa con lunares y un flotador en forma de foca. Cierro las piernas alrededor de su espalda, en tenaza. Una cuchillada de brevísimo dolor indica que ha aprovechado la ocasión y ha entrado dentro de mí y se me revela un Anton nuevo que me domina y sobre el cual, sin embargo, siento que ejerzo un poder misterioso, desconocido hasta entonces. (Habrás advertido que hasta ahora nadie ha hablado del condón, elemento característico de las escenas eróticas en las novelas del tercer milenio, salvavidas imprescindible para no naufragar en las tumultuosas aguas de la promiscuidad y el sexo infectado, ese preservativo que nunca se había olvidado en cada encuentro con el FMN, por mucho alcohol o coca que hubiéramos consumido.) Parece que me esté meciendo, o quizá yo sea la que le meza a él, cada uno buscando jirones de infancia, ecos de esa ternura que se ha echado tanto de menos pero nunca con conocimiento, y este encuentro silencioso y sosegado, casi remilgado, tiene algo de escena marina, de olas que suben y bajan y de choque de dos botellas con mensaje arrojadas al mar en busca de socorro. Luego me quedo dormida, efecto fulminante del calor o de la descarga de endorfinas fruto del orgasmo, y cuando al día siguiente abro los ojos soñolientos vuelvo a encontrarme enroscada al mismo cuerpo tibio, y me paso los dos días siguientes en la cama, desayuno en la cama, ceno en la cama, duermo en la cama, pero esta vez sin leer libro ninguno, y no estoy sola, y como en la cama, y duermo en la cama, y amo en la cama, y hago de la cama mi territorio y mi refugio y en algún momento pegajoso entre el sueño y la vigilia se me viene a la cabeza que amapolas, abejas, árboles, albaricoque, aguacero y abrigo, cuando se presentan en sueños, constituyen todos símbolos de prosperidad y de buenos augurios, y remiten todos a una misma letra: la A de Anton, y la A de Amor, que es lo que tu nombre implica.

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