Entretanto, yo iba adelgazando a ojos vista. Muy probablemente porque había dejado de beber y también porque reduje mis tres comidas diarias a una sola, la cena, en la que me limitaba a picotear con desgana lo que mi compañero de piso preparaba. La primera semana perdí casi tres kilos, aunque lo cierto es que me la había pasado dormida casi por entero, con lo cual no tuve ocasión de comer mucho. La segunda, otros dos. Cuando iba por el séptimo kilo perdido me di cuenta de que a partir de entonces iba a rebasar una barrera: si seguía adelgazando empezaría a estar por debajo de lo que las tablas médicas consideraban mi peso ideal. Y entonces comprendí, por primera vez, la motivación última de las anoréxicas. Nada que ver con estar más o menos guapa o parecerse a una modelo de portada de revista. Aquella obsesión con perder peso estaba relacionada, sobre todo, con el control. Yo no podía controlar lo que me rodeaba: los hombres que me gustaban podían invertir el orden de los cuentos de hadas y pasar de príncipes a sapos a partir de unos cuantos besos, la justicia era una especie de juego de póquer en el que ganaba aquel que más faroles echara y no el que mejor o peor se hubiera comportado, el estado del bienestar era una falacia, la familia una cárcel sin barrotes y el sexo una especie de ruleta rusa en la que un condón roto equivalía a una bala en el cargador. En resumidas cuentas, el mundo exterior era un territorio impredecible e inhóspito, pero de la piel para dentro mandaba yo. Yo podía decidir cuánto iba a pesar, cuánto iba a comer, cuánto de mí se iba a enseñar. Yo podía dejar de ser una rubia tetona para convertirme en un angelito lánguido (aunque lo cierto es que con cincuenta y cinco kilos seguía siendo una rubia tetona, sólo que más delgada, así que mucho más tendría que adelgazar si quería dejar de serlo), y aquella sensación de poder, de control sobre mi cuerpo y mi persona que experimentaba por vez primera era casi narcótica.
Si el rumano advirtió mi cambio físico, no hizo comentarios al respecto. También era cierto que yo no había comprado ropa nueva y no llevaba nunca nada ceñido o revelador que evidenciase mi anatomía, pero algo debía de haber notado, aunque sólo fuera el hecho de que las faldas me bailaban sobre los huesos de las caderas. O bien mi compañero de piso era demasiado tímido como para hacer comentarios sobre mi físico o en todo caso no se fijaba, aunque esa segunda posibilidad me resultaba difícil de admitir teniendo en cuenta las miraditas que me arrojaba en la cena. De cualquier modo, yo había renunciado a entender al género humano en general, al género masculino en particular y a mi compañero de piso en concreto, así que no intentaba hallar el enlace que me aclarara actitudes aparentemente tan contradictorias.
Seguía durmiendo la mayor parte del día, pero ya no pensaba que aquella pasividad tuviera nada que ver con el hecho de haber dejado de beber. Probablemente fuera consecuencia del calor húmedo de la ciudad, que parecía hervirnos a todos en nuestra propia sangre, dejándonos tan nacidos como unas zanahorias al vapor. O de la propia inercia: puede que no me levantara porque tampoco creía que tuviese nada mejor que hacer. Puede que estuviera deprimida. Yo misma no entendía lo que me sucedía. Me resultaba ridículo pasarme las vacaciones encerrada en un apartamento, y sabía que iba a ser complicadísimo volver a Madrid y explicar que había pasado dos meses en Nueva York, uno de los cuales casi no recordaba porque lo había vivido inmersa en una nube etílica, y otro que se podía resumir en una frase de cinco palabras: un apartamento en el Bronx. Pero el caso es que nunca encontraba el valor ni la ocasión para alejarme del barrio. Podía haberme animado y salir a visitar una librería, o una tienda de discos, o a dar un paseo por Central Park, o ver las exposiciones del MOMA, pero ninguna de aquellas opciones, que desde Madrid me habían resultado tan atractivas, me llamaba ahora en absoluto la atención. Me sentía poco o nada urbanita. A veces miraba por la ventana y apoyaba la mejilla en el cristal para hacer llegar la vista lo más lejos posible, donde se alzaban los rascacielos, y todo aquel ejército de acero y cristal me resultaba amenazante, peligroso, y me sentía como una miserable hormiga que nada contaba en aquel hormiguero superpoblado.