Читаем Un Milagro En Equilibrio полностью

Voy a empezar esta historia con el título de una canción de Los Secretos que decía Soy como dos y te voy advirtiendo, querida, queridísima, juguetito mío, bomboncito de licor con guinda, luz de donde el sol la toma y, ya de paso, de todos los flexos eléctricos de esta casa, incluyendo éste bajo el que escribo aprovechando tu sueño que es mi tranquilidad y mi reposo y el único momento que tengo para mí, te voy advirtiendo, digo, que nunca me gustaron Los Secretos, más que nada porque en la época en que tenían que gustarme (los quince años, edad en la que se entiende que es cuando una debe tararear canciones de amor) no me permití que me gustaran y me negué tozudamente a que se instalara en mi cabeza ninguno de los estribillos de sus canciones por muy pegajosos que fueran, que lo eran, y si me pillaba a mí misma tarareando Déjame me ponía inmediatamente a cantar bien alto Bela Lugosi Is Dead como si de una letanía se tratara para exorcizar los malos pensamientos, porque lo que ellos hacían era blandipop y lo que nosotras escuchábamos (y nosotras éramos Sonia, Tania y yo, tres adolescentes que lucíamos similares cortes de pelo palmera, vestíamos las mismas túnicas negras hasta los tobillos y llevábamos idénticas muñequeras de pinchos, emulando a Robert Smith y a Siouxsie) eran músicas más siniestras, infinitamente más a tono con nuestro estado de ánimo que oscilaba, por aquel entonces, entre el Hoy tengo ganas de hacerme cortes en el brazo con una cuchilla de afeitar y el No sé si esta acuciante náusea en el estómago es producto del asco existencial o de los tres días que llevo sin comer.

Pero no era de mis gustos musicales de lo que quería hablarte al mencionar aquella canción, sino de por qué tanta gente se siente dos dentro de uno, de por qué yo siempre me he sentido dos. Una, mi yo esencial, la persona que verdaderamente soy bajo todas estas capas de cebolla de disfraces y convenciones sociales que se superponen unas a otras y esconden lo que hay en el interior, en mi centro mismísimo, en el círculo último y oscuro: una criatura escondida que se alza intacta desde las memorias de infancia, sosteniendo como puede el peso de mi vida y de las secretas razones que la mueven. Y la otra, la persona que no soy pero que siempre creí ser a partir de lo que los demás decían que era: un absoluto, auténtico y soberano desastre. Porque desde que recuerdo he escuchado a mi madre decir según entraba en mi habitación: «Hija, mira que eres desastre, que tienes tu cuarto hecho una leonera.» Y también una histérica, porque así me ha llamado siempre mi hermano Vicente: «Eva, te quejas de vicio porque eres una histérica.» Y, cómo no, una inmadura, o eso deduje de los comentarios de Asun, que no paraba de decir que su hermana pequeña (yo, la desastre e histérica) nunca se casaría porque en el fondo no era más que una inmadura incapaz de sentar la cabeza: «Eva, te diré, no es capaz de decidirse por uno o por ninguno, y así se está ganando la fama, ya sabes…» Y por supuesto una gorda, o eso se entendía por las miradas desdeñosas que me dirigía mi hermana Laureta cada vez que me veía comiéndome una chocolatina: «Y luego te quejarás de que no te caben los vaqueros.»

Eva (la desastre, histérica, inmadura y gorda, yo misma), a pesar de todo, no era exactamente como los demás creían.

Y eso, supongo, le pasa a todos. Y también te pasará a ti, porque nadie, ninguno de nosotros, constituye un todo material y tajantemente construido, idéntico para todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como si se tratara de una escritura de propiedad o un testamento, sino que cada cual se parece a un caleidoscopio que cambia de forma según quién y dónde se le mire, por mucho que mantenga siempre los mismos elementos que, agrupados, crean los dibujos en los que los demás se recrean; o a una pantalla en la que los otros proyectan sus propias ilusiones, carencias, decepciones y frustraciones, y así reconocen antes lo que quieren ver que lo que realmente hay, porque la imagen proyectada no es sino un espejismo inasible, pues lo material sólo es la superficie reflectante que hay debajo. Y es que cada cual, enfrentado a otra persona, colma la apariencia física de quien está viendo con todas las ideas que sobre él o ella albergara y, en el aspecto total que del otro imaginamos, esos prejuicios acaban ocupando la mayor parte.

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