Читаем Un Milagro En Equilibrio полностью

En el instituto teníamos un profesor que se llamaba José Merlo y que fue nuestro amor imposible («Nuestro» significa de Sonia y mío. A Tania no le gustaba porque por entonces no le gustaba nadie, o sí le gustaba alguien, pero no tenía valor para decirlo, y lo que no se nombra no existe, de forma que a efectos oficiales Tania era un ser con un pedernal en lugar de corazón).José Merlo también era dos: el esencial era un hombre encantador, culto, apuesto (aire de Roma andaluza le doraba la cabeza) y exquisito (donde su risa era un nardo de sal e inteligencia) con un solo defecto: no se atrevía a vivir por sí mismo y lo hacía a través de las palabras de los demás; y el otro José, el que se había ido adhiriendo con el tiempo al esencial, el que el José primigenio veía a través de los ojos ajenos, era un perverso degenerado, porque el primer José toda su vida había oído decir a su alrededor que un hombre que ama a otro hombre no merecía más que los tormentos eternos del infierno (no olvidemos que José Merlo tenía casi cincuenta años cuando yo tenía quince y que se crió en una sociedad en la que lo gay no estaba de moda, en la que lo gay, por no estar, ni siquiera estaba, porque en aquellos tiempos no se era otra cosa más que maricón, y maricón no era un apelativo cariñoso de los que dirigen los chicos modernos a sus amigos en las barras de los bares de diseño, sino un insulto de los de encono y saña y de los de eso no me lo dices a mí en la calle), de forma que el José esencial odiaba al otro José, a la maricona asesina de palomas, a la perra de tocador, de carne tumefacta y pensamiento inmundo, al enemigo sin sueño del Amor que reparte coronas de alegría. Porque José Merlo, como cualquier profesor de Literatura de instituto y como buena marica reprimida, adoraba a Lorca, que era otra mariquita triste, y por eso, cuando se prendó de David Muñoz, el guapo de la clase del que estaba enamorado medio instituto (pero no Sonia y tampoco yo, porque unas siniestras como nosotras no nos íbamos a prendar, faltaba más, de un niñato que sí escuchaba a Los Secretos; y mucho menos Tania, por lo que ya he explicado antes) y que evocaba más a Cernuda que a Lorca, porque tenía más de marinero que de torero (era David más bien de labios salados y frescos que se intuían dúctiles al deseo, era David un moreno que parecía recién salido de un anuncio de Gaultier antes de que los anuncios de Gaultier existieran siquiera, cuando la tele sólo tenía dos canales y podíamos ver, como mucho, anuncios de Varón Dandy que a nadie podrían poner cachondo), José Merlo, que ya fumaba, se puso a hacerlo como un carretero, a razón de dos paquetes de negro diarios, y fue dejando que las noches lo enredaran en sus esqueletos de tabaco (otra vez Lorca) de tal modo que acabaron por materializarse en enfisema y, tal era la desesperación de su odio contra sí mismo, que ni siquiera por ésas dejó de fumar. Y de eso murió. No sólo la muerte le cubrió de pálidos azufres, también le ennegreció los pulmones de alquitrán. De un cáncer murió, dirían los médicos.

Pero yo diría que no, que no fue el cáncer el que lo mató, sino su Otro. Yo creo que el yo impostado, el que la mirada de los otros le impuso, asesinó a su yo esencial, que la tristeza que tuvo su valiente alegría lo mató para siempre, quejóse Merlo, incapaz de quererse a sí mismo pero incapaz también de suicidarse a la manera clásica (es decir, de un golpe contundente y certero, tipo salto por la ventana, corte de muñecas o ahorcamiento), se fue matando lentamente: no dejó de fumar porque no quería vivir.

Cuando José Merlo murió yo tenía veintiséis años y ya no llevaba túnicas ni muñequeras, entre otras cosas porque ya no estaban de moda, y había acabado la carrera y me sabía por supuesto de memoria a Lorca y a Cernuda (cambié las túnicas por unos vaqueros y las muñequeras por una pulsera de plata azteca que me regaló Sonia con ocasión de mi vigésimo cumpleaños), ya no escuchaba a The Cure sino a Portishead, pagaba yo misma mis facturas y la hipoteca de mi apartamento y, aunque desde fuera pareciera una, y entera, desde dentro éramos dos.

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